nte la desgracia de Tlahuelilpan la secuela lógica serán nuevas neurosis traumáticas. Cerca de 100 muertos y mil heridos engrosan las filas de mexicanos lastimados por las carencias. El pequeño pueblecillo del estado de Hidalgo, ¿símbolo de la destrucción en el país? El egoísmo de la naturaleza humana seguido de un terrible dolor insoportable en todo el cuerpo que se deslizaba como un horrible tobogán con sacudidas a nuevas llamas que machacaban y machacaban los huesos. La gente tosía y estornudaba con el hollín y chillaba: “¡Me ahogo! ¡Ay, socorro! Ay, ay…”
El dolor –vida muerte– de un pueblo se esconde en el interior de un espacio inasible, sólo flotar en vacío, sin tocarlo, rodeado de flamas que traspasaban memorias, percepciones. Llantos violaban sentimientos en conmoción, acariciaban recuerdos. Voces decibles, melodiosas, rítmicas que tocaban sin tocar en un horror previo a la muerte.
Qué vacío el son del flotar cargado de influencias. Gritos reproducidos en rápidas evoluciones, escondidos entre nubes de fuego, dando a la tristeza poder y magia, misterio y fantasía, adivinanza de intimidad. Hermosa luminosidad cargada de muerte que desaparecía y regresaba. Sonidos, voces, ritmos internos de dolor.
Imaginación desbordada de las víctimas que giraba en curvas sobre el cielo. Huellas mentales antiguas cada vez más fuertes, ecos del pasado, colores que eran alucinaciones. Dibujados caleidoscopios. Incendio que tenía una muerte en cada giro. Volar, ausencia, vuelta y llanto. Sangre ardiente, sonido negro más intenso y penetrante hasta difuminarse; la muerte. Fuerzas mágicas, inasibles, caminos sin regreso. Agonías que conectaban con el pueblo y transmitían un ser besado sin besar, amado sin amar.
Está fuera de mi alcance entender esta desbordada aclamación del México sufrido que atrae, abre paso al infierno. Me toma por el ramal, desamparado. Placer de muerte, delicado, tenue, inexplicable. Dolor insoportable que llamamos amor –vida muerte–, y el cuerpo humano no puede asumir. Tristeza –¡angustia!– escondida en espacio –no lugar–, inasible, inefable que no puedo sujetar y nos torna culpables. Duelo que cubrió la ignominia de nuestros gobernantes.