l cruento atentado con explosivos perpetrado ayer en una academia de policía de la capital colombiana, en el que murieron 11 personas y otras 87 resultaron heridas, es una dolorosa muestra de lo que falta por avanzar en la solución de las violencias de diverso signo que han azotado a esa nación sudamericana desde hace casi siete décadas.
Aunque las autoridades de Bogotá aún no han establecido si el individuo que presuntamente hizo estallar 80 kilos de pentolita en una camioneta que introdujo a la Escuela de Oficiales General Francisco de Paula Santander –en momentos en que se realizaba allí una ceremonia de ascenso de cadetes– procedió al ataque por parte de alguno de los frentes de confrontación en Colombia: el narcotráfico, el paramilitarismo o un sector insubordinado de la insurgencia guerrillera del Ejército de Liberación Nacional (ELN), cuya dirigencia ha mantenido pláticas de paz con el gobierno de Iván Duque y con el de su predecesor, Juan Manuel Santos, aunque por ahora ese diálogo se encuentre en punto muerto.
La razón para incluir en las sospechas a los grupos dedicados al narcotráfico es el recrudecimiento de la belicista estrategia antinarcóticos tras la llegada de Duque al poder. Aunque en el discurso oficial el Estado ganó la guerra a los cárteles históricos (el de Medellín y el de Cali), ello se tradujo en una significativa reducción de la violencia asociada al tráfico de estupefacientes ilícitos, pero no significó merma alguna en ese negocio ilegal, el cual sigue siendo la principal fuente de abastecimiento para el consumo de cocaína en el mercado estadunidense, el más grande del mundo. La deducción inevitable es que quienes controlan esa actividad conservan una capacidad operativa suficiente como para planear y consumar un atentado de las características del que se registró ayer en la capital colombiana.
Otra posibilidad es que los grupos paramilitares, oficialmente disueltos y a los que diversos medios han vinculado al ex presidente Álvaro Uribe Vélez, hubiesen decidido montar una provocación de grandes dimensiones para introducir dificultades adicionales en el de por sí empantanado proceso de paz con el ELN. Debe recordarse que, al igual que las corporaciones del narcotráfico, los paramilitares en Colombia han conservado una organización y una capacidad de fuego que ha sido dirigida al asesinato de decenas de activistas sociales y ex guerrilleros desmovilizados.
En un tercer escenario, el ataque criminal de ayer habría podido surgir de un sector de la insurgencia armada desencantado con el callejón sin salida del proceso de paz o resuelto a torpedearlo.
Sea cual sea el origen del atentado, es claro que en la nación sudamericana aún falta mucho camino para la consecución de una paz verdadera y que sus gobernantes recientes han incurrido en simulaciones ahora insoslayables a la hora de proclamar soluciones en falso a las añejas raíces de la violencia.