l asumir el pasado 2 de enero la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el ministro Arturo Saldívar Lelo de la Rea reivindicó, entre otras cosas, la independencia del Poder Judicial frente a los demás poderes y órganos del Estado, aunque significativamente añadió que independencia no es aislamiento, independencia no es intolerancia, independencia no es romper el diálogo
.
En el mismo sentido, aunque con distintas palabras, se expresó el pasado 7 de enero el magistrado Rafael Guerra Álvarez al tomar posesión como nuevo presidente del Tribunal Superior de Justicia de Ciudad de México.
“No sólo somos en ocasiones un notorio contrapeso –dijo-, sino más bien el reforzamiento social que implica que estamos para ayudar a aplicar la justicia pronta, imparcial y expedita, no para retardarla o destruirla. Para lo cual somos independientes y autónomos”.
La autonomía, sin embargo, no debe tampoco confundirse con la autorreferencia, ni basta para garantizarla la voluntad política de sus actores o los necesarios cambios administrativos para generar una mayor confianza en la ciudadanía. Son indispensables cambios institucionales que aseguren reformas estructurales urgentes en la forma de administrar justicia. Un paso adelante se dio en este sentido con la nueva Constitución de Ciudad de México, al abrirse la Judicatura, acotar la presidencia del Tribunal Superior a un solo año y al contar con un Consejo Judicial Ciudadano designado de manera indirecta por el Congreso local, que será el encargado de nominar las ternas de las que el Legislativo elegirá a los magistrados.
Todo ello, desde luego, dependiendo de que el Congreso de la ciudad elabore oportuna y congruentemente las leyes constitucionales que harán posible su vigencia, previniendo que alguien vaya a tener la mala ocurrencia de querer retroceder en conquistas ciudadanas tan importantes, avaladas por la SCJN, para apoyar la continuidad inercial en el ámbito federal.
Y por lo que se refiere a los órganos autónomos, aunque en ocasiones sus integrantes hayan sucumbido también a la tentación del uso de su poder, no en beneficio de la sociedad sino de su persona o grupo político, hay que admitir que sin duda han aportado a la democratización de la vida pública del país.
Ello no obstante, pensamos que para incrementar su vínculo con la sociedad, debe darse un paso adelante. La naturaleza especializada de su actividad hace que se piense en que los que ocupen sus espacios ciudadanos sean seleccionados en función de su prestigio, aunque ello no los exima de tener lazos fuertes y amplios con la sociedad y sus liderazgos.
Constituye en efecto una tarea pendiente complementar su estructura con instrumentos para un contacto permanente y efectivo con amplios sectores de la ciudadanía. Añadamos que la transformación del régimen político y sus instituciones no es sólo un asunto de democracia, sino también de desarrollo.
No puede haber consensos sobre la producción y distribución de los bienes generados por el país, si no se dan espacios para poder decidir democráticamente cómo incentivar la producción para crecer y distribuir a la vez. La falacia neoliberal de que primero hay que crecer y luego distribuir fue el pretexto para posponer indefinidamente la redistribución, conteniendo por la vía política los salarios y negando los recursos para salud y para educación.
Las experiencias de los países llamados desarrollados demuestran que sólo se puede tener crecimiento sostenido y estabilidad política si se hacen las dos cosas a la vez. Y por supuesto que el criterio de democratización y desarrollo tiene que ser la garantía irrestricta e integral de todos los derechos humanos.
En síntesis, un régimen político tiene que ser capaz de ampliar la democracia, el desarrollo y, en consecuencia, los derechos humanos para la transformación de la nación. Y para ello se requiere gobernar con la mirada puesta mucho más allá del sexenio.
Es indispensable un régimen de transición que tenga como meta un futuro mejor para los mexicanos, sobre todo para los niños y los jóvenes. Para todos aquellos cuya esperanza parece a veces ser la única capaz de lograr los cambios que anhelamos y cuya frustración podría conducir a que en la desesperanza se vuelva la mirada a los mismos de siempre, o a los nuevos que propongan lo mismo de siempre.
La cara del siglo XXI tiene ya tres rasgos indiscutibles: la democracia, con amplia participación de la sociedad en los asuntos públicos; un desarrollo que permita a las personas desenvolver sus potencialidades en los ámbitos económico, social, político y cultural, y los derechos humanos, única posibilidad de afirmar la dignidad de la persona.
Hay sociedad que tiene propuesta y fuerzas para impulsarlos, si esto se complementa con un gobierno capaz de comprender su tarea de colaborar para construir el futuro. Podríamos entonces pensar que la patria para todos, que siempre hemos anhelado, comienza a convertirse en realidad.