ás allá de la estructura del crimen organizado que opera en nuestro país y de las ingentes cantidades de dinero generadas por el tráfico de estupefacientes, el juicio que desde el año pasado se sigue en Nueva York contra Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, ha puesto al descubierto las redes de complicidad entre los criminales y quienes debían combatir sus actividades. De acuerdo con testigos clave de la fiscalía estadunidense, durante las pasadas dos décadas la corrupción ha permeado en los más altos niveles de las autoridades y las corporaciones policiacas.
En la más reciente de las revelaciones espectaculares que se han sucedido en las audiencias, Vicente Zambada Niebla, El Vicentillo, hijo del presunto líder del cártel de Sinaloa, Ismael El Mayo Zambada, señaló que dicha organización criminal gozó de la protección pagada de quien fuera jefe de la guardia personal del Estado Mayor Presidencial durante el sexenio de Vicente Fox, así como del oficial mayor de la Secretaría de la Defensa a inicios del gobierno de Felipe Calderón.
Está claro que las declaraciones de Zambada Niebla y otros testigos, emitidas en el contexto de un juicio con las características jurídicas y mediáticas que guarda el de quien ha sido señalado como el mayor narcotraficante mexicano contemporáneo, deben ser tomadas con todas las reservas pertinentes. En primer lugar, porque los personajes involucrados hablan con el incentivo de ver reducidas sus propias condenas a cambio de ofrecer versiones útiles a la fiscalía; en segundo, porque la mayoría de estas acusaciones son vertidas sin más respaldo que la propia palabra de los testigos.
Establecidas esas reservas, no puede pasarse por alto que la magnitud alcanzada por el negocio del narcotráfico, el control efectivo que éste ejerce sobre vastas porciones del territorio y los niveles de violencia desplegados en los enfrentamientos entre las distintas facciones criminales, resultan en todo punto inexplicables sin la aquiescencia, activa o pasiva, de gobernantes, fuerzas del orden e instancias de procuración de justicia.
En tal escenario, lejos de esperar a que delaciones realizadas fuera de las fronteras nacionales exhiban las probables faltas de los servidores públicos, las procuradurías deberían aplicarse a investigar con todo rigor cualquier indicio de conducta inapropiada o ilícita, y a fincar de manera oportuna las eventuales responsabilidades.