a victoria del ultraderechista Jair Bolsonaro en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de en ese país, realizada este domingo, es una regresión histórica para la democracia brasileña, un gravísimo revés para las causas sociales y progresistas en América Latina, e incluso un peligro para el desarrollo del equilibrio mundial multilateral.
El ex capitán del ejército que llega a la jefatura de Estado montado en una campaña caracterizada por la homofobia, la misoginia, el clasismo, el autoritarismo, las propuestas neoliberales más caducas y la reivindicación de la pena de muerte, representa una institucionalidad en abierta disolución desde que los sectores más corruptos y oligárquicos de la clase política emprendieron en 2016 un golpe de Estado parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff por medio de un juicio político con delitos inventados.
Pero también es la consecuencia de un vacío político provocado por el desgaste del Partido de los Trabajadores (PT) fundado por el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva –actualmente preso con base en acusaciones de corrupción sumamente endebles– que se mantuvo en el poder durante 15 años.
En esos tres lustros los gobiernos del PT impulsaron una transformación económica y social de gran escala en Brasil y proyectaron el país en la arena internacional como una potencia económica de gran importancia que se insertó en el polo denominado BRICS (por las iniciales de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica); sin embargo, fueron incapaces de combatir la corrupción generalizada y de mantener fuera de ella a su instituto político, de preservar sus vínculos con las organizaciones y movimientos sociales que le garantizaron sucesivas mayorías en las elecciones de 2002, 2006, 2010 y 2014, y de reducir la significación política del poder empresarial y mediático.
Lo cierto es que en un periodo de dos años, el que es económica, geográfica y demográficamente el mayor país de Latinoamérica, ha transitado de un gobierno progresista, empeñado en ensanchar los derechos y las libertades fundamentales, y dotado de políticas notables de bienestar social, industrialización y crecimiento, al horizonte aterrador en el que Bolsonaro se apresta a llevar a la práctica desde la presidencia posturas fundamentalistas en lo económico, autoritarias en lo político y abiertamente fóbicas en lo social, y que este fenómeno desolador tendrá, se quiera o no, un impacto negativo para toda la región.
Tras el desastre provocado por Mauricio Macri en Argentina, el triunfo de la derecha en Chile, el descarrilamiento del proyecto de Rafael Correa en Ecuador y la larga crisis venezolana, Sudamérica ha vuelto a tiempos oscuros e inciertos.
Si el agotamiento del paradigma liberal dio paso a los programas de gobierno con sentido social, integracionista y progresista, la actual caída no augura perspectivas de estabilidad, desarrollo y menos aun de justicia social.
Lo ocurrido ayer en Brasil, sumado a que Donald Trump despacha desde hace casi dos años en la Casa Blanca, debe llevar a una reflexión urgente sobre las sombrías perspectivas en que está desembocando la institucionalidad democrática en el continente y las implicaciones de este panorama para el gobierno que entrará en funciones en diciembre próximo en nuestro país.