Domingo 28 de octubre de 2018, p. a16
El amor, la pérdida y la traición son los temas que articulan Todo cuanto amé, novela de la estadunidense Siri Hustvedt, llena de suspense y en la que un ‘‘retablo de relaciones humanas’’ propicia ‘‘una reflexión alrededor de la creación artística’’. Con autorización de Grupo Planeta México, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra ‘‘extraordinaria’’ de Hustvedt, publicada por el sello Seix Barral, ©2018, con traducción de Gian Castelli Gair
Ayer encontré las cartas de Violet a Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las páginas de uno de sus libros y al abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que sabía de su existencia, pero ni él ni ella me habían hablado nunca de su contenido. Lo que sí me dijeron es que a los pocos minutos de leer la quinta y última carta, Bill cambió de opinión con respecto a su matrimonio con Lucille, salió del edificio de Greene Street y se dirigió directamente al apartamento de Violet, en el East Village. Yo, mientras las sostenía en la mano, percibí en ellas ese misterioso peso que tienen las cosas que se han visto hechizadas por historias relatadas y vueltas a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan buena como antes, por lo que tardé largo rato en leerlas, pero al fin conseguí descifrar hasta la última palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a comenzar a escribir este libro hoy mismo.
‘‘Allí, tumbada en el suelo del estudio –decía Violet en la cuarta misiva–, me dediqué a observarte mientras me pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y especialmente en tus manos trabajando en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mí y te aproximaras y me frotases la piel igual que frotabas la pintura. Quería que me oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y pensé que si no me tocabas me volvería loca. Pero ni me volví loca ni tú me tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano.’’
La primera vez que vi el cuadro al que se refería Violet fue hace veinticinco años, en una galería del SoHo situada en Prince Street. Por entonces aún no conocía a ninguno de los dos. La mayor parte de los lienzos de aquella muestra colectiva eran insustanciales obras minimalistas que no me interesaron. El cuadro de Bill pendía en solitario de una de las paredes. Era un cuadro grande, de un metro ochenta de alto por dos y medio de ancho aproximadamente, y mostraba a una joven tendida en el suelo de una habitación vacía. Aparecía reclinada sobre un codo y daba la impresión de estar contemplando algo situado fuera de uno de los bordes del lienzo, desde el que una luz brillante inundaba la estancia y le iluminaba el rostro y el pecho. Su mano derecha reposaba a la altura del pubis, y al aproximarme advertí que sostenía en la mano un taxi diminuto, una versión en miniatura de los omnipresentes taxis amarillos que van y vienen por las calles de Nueva York.
Tardé algo así como un minuto en comprender que en realidad había tres personas en el cuadro. A mi derecha, en la parte más oscura de la tela, podía verse a otra mujer que abandonaba la imagen. Tan sólo podían distinguirse un tobillo y un pie, pero el mocasín que calzaba se hallaba representado con una minuciosidad extraordinaria, y a partir de ese momento mi mirada ya no hizo más que retornar a él. La mujer invisible adquirió la misma importancia que la que dominaba el lienzo. En cuanto a la tercera persona, era tan sólo una sombra. Por un instante pensé que pudiera tratarse de la mía, pero finalmente reparé en que era el propio artista quien la había incorporado a la obra. Aquella hermosa mujer, vestida únicamente con una camiseta masculina de manga corta, estaba siendo observada por alguien situado fuera del cuadro, por un espectador que parecía encontrarse justamente donde yo estaba cuando me percaté de la oscuridad que se extendía sobre su vientre y sus piernas.
Leí la pequeña cartela mecanografiada que figuraba a la derecha del lienzo: Autorretrato, de William Wechsler. Al principio pensé que el artista estaba de broma, pero luego cambié de opinión. ¿Acaso aquel título que aparecía junto a un nombre masculino no querría sugerir la parte femenina del autor, o un trío de identidades? Tal vez aquella sugerencia indirecta de dos mujeres y un espectador evocaba directamente al artista, o acaso el título no se refería al contenido del cuadro, sino a su forma. La mano que lo había pintado se hallaba oculta en ciertas partes del mismo a la vez que se adivinaba en otras. Se desvanecía en la ilusión fotográfica del rostro de la mujer, en la luz que provenía de la ventana invisible y en el hiperrealismo del mocasín. Los largos cabellos de la protagonista, sin embargo, se hallaban representados por un mazacote de pintura salpicado de enérgicos brochazos de rojo, verde y azul. En torno al zapato y al tobillo pude distinguir gruesas franjas de negro, gris y blanco que se dirían aplicadas con un cuchillo, y en aquellas densas pinceladas de pigmento reconocí las señales de un pulgar masculino. Parecían el resultado de un gesto súbito, incluso violento.
Tengo el cuadro en esta misma habitación, conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente alterado a causa de mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Erica lo contempló por primera vez se encontraba a poca distancia de donde yo estoy sentado ahora. Lo examinó pausadamente y dijo:
–Es como presenciar el sueño de otra persona, ¿no te parece?
Al volverme hacia el cuadro, impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer tenía los labios entreabiertos y sus dos incisivos centrales eran levemente prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y un poco más largos de lo debido, como si fueran los de un animal. Entonces reparé en un cardenal situado debajo de la rodilla. Lo había visto antes, pero en ese instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso en uno de sus bordes pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y recorrí la silueta de la contusión. El gesto me excitó, y me volví para mirar a Erica. Era un cálido día de septiembre y tenía los brazos desnudos. Me incliné sobre ella, besé sus hombros pecosos y a continuación le separé los cabellos de la nuca y deposité los labios sobre la suave piel que ocultaban. Arrodillándome frente a ella, le alcé la falda, deslicé los dedos a lo largo de sus muslos y la acaricié con la lengua (...)