n los caminos yacen dardos rotos
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por las calles y plazas,
y están las paredes manchadas de sesos.
Rojas están las aguas cual si las hubieran teñido,
y si las bebemos, eran agua de salitre.
Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad
y nos quedaba por herencia una red de agujeros.
En los escudos estuvo nuestro resguardo,
pero los escudos no detienen la desolación,
hemos masticado grama salitrosa,
pedazo de adobe, lagartijas, ratones,
y tierra hecha polvo y aun los gusanos.
Así se hablaba poéticamente en el manuscrito anónimo de Tlatelolco traducido por Ángel Garibay y conservado en la Biblioteca Nacional de París. Esto sucedía en 1528. Rosario Castellanos, Jaime Sabines, José Emilio Pacheco y Octavio Paz, entre otros, volvieron a poetizar el drama que se escenificó en Tlatelolco en 1968, en que es masacrado un movimiento estudiantil por órdenes del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien asume la responsabilidad.
Cincuenta años después sigue la sangre sobre la plancha de la Plaza de las Tres Culturas y el poeta Octavio Paz reflexiona sobre la limpia de lo que no se borra, no es borrable. Y la República horrorizada se paraliza.
Por eso, el gran pensador francés Paul Ricœur escribió:
‘‘Bajo la historia, la
memoria y el olvido.
Bajo la memoria y el
olvido, la vida.
Pero escribir la vida es
otra historia.
Inacabamiento”.
El perdón y el círculo de la amnesia, la amnistía y el olvido cierran una reflexión –la de Ricœur– iniciada a la luz preocupada de la memoria y de la historia con un elogio de la despreocupación que no es el olvido sino gracia y libertad ante las heridas de la memoria y los purgatorios de la historia.
Paul Ricœur concluye su obra con esta frase que de hecho está redactada e impresa como si fuese un poema.
Jacques Derrida, con quien me vuelvo a encontrar aquí, tiene razón; el perdón dirige a lo imperdonable o no es. Es incondicional, sin excepción, ni restricción. No presupone una petición de perdón: ‘‘No se puede perdonar o no se debería perdonar; sólo hay perdón –si hay–, allí donde hay algo imperdonable”.
El hecho de que la noción de crimen contra la humanidad siga estando en el horizonte de toda geopolítica del perdón constituye, sin duda, la última prueba de esta vasta discusión.
‘‘Derrida formula de nuevo el problema en estos términos: si existe el perdón al menos como himno –como himno abrahámico, si se quiere–, ¿hay perdón para nosotros? ¿Algo de perdón?”
O hay que decir, con Derrida: ‘‘Siempre que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque sea noble y espiritual (rescate o rendición, reconciliación, salvación), siempre que tiende a restablecer la normalidad (social, nacional, política, sicológica) mediante el trabajo del duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces, el ‘perdón’ no es puro –ni su concepto.
‘‘El perdón no es, ni debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizador. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible: como si interrumpiera la corriente ordinaria de la temporalidad histórica”.
¿Es perdonable el odio que aniquila?