l 2 de octubre constituyó la derrota por la vía militar del movimiento estudiantil cuyo epicentro fue Ciudad de México, pero no significó la terminación del mismo. A diferencia de la percepción de la gente e inclusive de la mayoría de universitarios y politécnicos, después de la masacre la acción de los activistas continuó inmediatamente, pues desde un principio hubo que pelear por la entrega de los cadáveres a los familiares, asistir a los heridos en los hospitales y presionar para que los aprehendidos ese día y los presos políticos detenidos antes de esa fecha fueran liberados.
Todo esto pudo coordinarse más organizadamente a partir de las reuniones del 5 y 7 de octubre del Consejo Nacional de Huelga, CNH. En condiciones por demás difíciles el mismo día 5, el Consejo llamó a conferencia de prensa para responder a las calumnias que desde el gobierno, los partidos PRI y el PAN, además de la prensa oficialista, intentaban culpar a los estudiantes de la violencia. Los efectos no se hicieron esperar, las sesiones del Consejo de Huelga registraron poca asistencia, las brigadas disminuyeron y los estudiantes antes animados, pese a las represiones anteriores a la masacre, despoblaron sus asambleas.
Con las olimpiadas encima, el CNH decidió que los estudiantes se abstendrían de realizar cualquier acto de protesta mientras duraran los Juegos Olímpicos, y una vez terminados éstos, las nuevas demandas, sin olvidar el pliego petitorio inicial insistieron en el diálogo bajo las condiciones de la desocupación del Ejército y policía de los planteles ocupados y la libertad a los estudiantes presos durante el movimiento.
En definitiva la represión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz mediante el golpe brutal del 2 de octubre había hecho retroceder al movimiento sin acabarlo por completo. En pocas palabras, como se estilaba decir entonces, la movilización había pasado de la ofensiva a la defensiva y así iba a mantenerse por un largo tiempo, con altibajos en los que a veces parecía renacer. En el lapso de 1968 a 1971 el movimiento arrancó pequeñas concesiones tanto al gobierno de Díaz Ordaz como al de Luis Echeverría que lo sucedió en 1970 y que terminaría con el nuevo auge estudiantil el 10 de junio de 1971, día del ataque de los Halcones. Pero antes, después de las olimpiadas, quedaba un asunto por demás peliagudo, el levantamiento de la huelga y con ello el regreso a clases. Le tocó al Partido Comunista, el agrupamiento con presencia en la mayoría de las escuelas y el mejor organizado de entonces, hacer la propuesta que levantó ámpula en las bases y el resto de las organizaciones. Esta fue la etapa de mayor división entre la base estudiantil y los dirigentes, algo natural en toda movilización después de la derrota, pero no por eso menos dolorosa y traumática al vivirla.
Antes de iniciarse el movimiento del 68, con el consentimiento de mis padres había tomado un semestre de descanso en la Facultad de Derecho y crucé la frontera donde había vivido mi infancia y adolescencia internándome por California hasta Salinas y Watsonville intentando hacer una experiencia fracasada de trabajador agrícola en los campos lechugueros, pasando de allí a Tucsón, Arizona. Al regreso, a fines de octubre, me reporté con los compañeros de la célula de la Juventud Comunista donde militaba en la Facultad de Derecho. Una vez reanudadas las clases, la consigna de los comunistas fue enfocar todos los esfuerzos en la liberación de los presos políticos, excarcelación que se produjo a cuentagotas, pero celebrada cada una por los activistas como si fuera su cumpleaños. La Facultad de Derecho se caracterizaba por tener el mayor número de porros de toda la UNAM, a excepción de las preparatorias. Por esa circunstancia el activismo allí resultaba difícil y riesgoso. Desde colocar un periódico mural en los pasillos hasta realizar un mitin en la entrada significaba eventualmente enfrentar a los golpeadores. Lo que esa experiencia me dejó consistió en que siempre contando con las bases el riesgo disminuía. Por otra parte la determinación de los compañeros del Comité de Lucha de la Facultad de Derecho alentó en mí la capacidad de apaciguar el miedo y mantenerlo bajo control aun en las circunstancias más riesgosas. Como lo ha reconstruido Rivas Ontiveros**, en su magnífica investigación de esos años, después del 10 de junio los comités de lucha entraron en franca descomposición. Las biografías de muchos de quienes fueron compañeros de lucha tomaron múltiples rumbos. Pero el esfuerzo de una generación noble y generosa hizo patente su tributo solidario en la construcción de una patria que no acaba de completarse. (**Rivas Ontiveros José René, La izquierda estudiantil en la UNAM. 2007. México: UNAM-Porrúa).
* Profersor investigador del Colegio de Sonora