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El estado de cosas
E

l panorama que deja tras sí lo que aún llamamos Partido Revolucionario Intitucional (PRI), luego de 90 años de dominación, encoge el corazón. Es ­insoportable.

Estamos en bancarrota, dijo el presidente electo. No fue una metáfora feliz; un país no puede entrar en esa condición. La reacción de la Secretaría de Hacienda fue aún peor: estabilidad financiera, inflación controlada, sector financiero capitalizado y líquido...

Algo semejante ocurrió cuando expresó que recibiría un país en ruinas. Se inundó el país con propaganda dedicada a convencernos de lo contrario, de lo bien que estamos. La respuesta en redes sociales fue eficaz: realidad mata ­propaganda.

No debemos engañarnos. El país es un desastre. Está, literalmente, en ruinas. Para que el sector financiero capitalizado y líquido tenga extraordinarias ganancias y se mantenga el equilibrio macroeconómico que exige el Fondo Monetario Internacional la mayoría de la gente está en profunda crisis, a menudo luchando por la supervivencia. Muchos millones han tenido que dejar sus lugares, sus barrios y comunidades, para ir a rifarse el pellejo en otros países.

La corrupción y la violencia que devasta el país no abarca sólo a las cúpulas. De ellas partieron y las define, pero lo que hoy enfrentamos comprende a la sociedad entera, hasta el último rincón. Hay violencia y corrupción hasta en los tratos más simples de la vida cotidiana; la desconfianza se vuelve norma de sensatez, pues la experiencia demuestra que la transa acecha en todas partes. Hay violencia y corrupción entre amigos o entre amantes. Las hay en todas partes; como siempre, las padecen más las mujeres. Además, es ya imposible distinguir entre el mundo del crimen y el de las instituciones; la mitad de asesinatos y desapariciones involucra directamente a éstas.

Dirigentes y cuadros del PRI mantendrán hasta el último minuto su actitud indecente. Practican ahora, con increíble cinismo, su tradición del año de Hidalgo. Como piensan que ahora puede ser para siempre, no sólo se llevan computadoras y equipos, sino hasta clips, mientras aprovechan cualquier oportunidad de saqueo, en el Congreso o en cualquier oficina pública. Sus compinches privados siguen repartiendo moches.

Por todo el país encontramos un tejido social desgarrado y desesperanzas bien sustentadas. Se han destruido sistemáticamente capacidades productivas, ejercicios autónomos, modos sanos de convivencia. Y si el país se encuentra en uno de los momentos más delicados de su relación con Estados Unidos, no es solamente por el señor Trump. Es porque adentro, entre nosotros, se vendió el alma. Se entregaron bienes y espacios a las corporaciones, privatizando cuanto fue posible y destruyendo lo propio. Se subordinaron modos de vida, actitudes y comportamientos, lo mismo que metas personales y sociales, al american way of life, que penetró por todos los poros de la sociedad mexicana.

Duele observar que personas inteligentes y con algún resto de decencia se animen aún a defender la franquicia del sistema que ha muerto y que portan en la sangre. Mencionan glorias pasadas y ciertas hazañas de sus héroes, lo mismo que avances en el siglo que gobernaron el país. Se niegan tajantemente a reconocer que el huevo de la serpiente se incubó desde 1928 y fue cuidadosamente nutrido en los años 30, bajo el brillante paraguas del cardenismo, cuando se sentaron las bases del corporativismo que caracterizó el sistema que aún defienden. No quieren reconocer la inclinación fascista del régimen que celebran y añoran. Menos aún admiten la forma en que su deterioro moral, su pérdida de toda decencia, su traición sistemática a los principios de la revolución desde la que nacieron y conservaron sólo en el nombre, arruinaron el país hasta grados inenarrables, corrompiéndolo de punta a cabo.

No será grato verlos cazando militantes, cobrando viejas cuentas, exigiendo devociones que ya no tienen sustento. Carecen ya del dinero y la garantía de impunidad que mantenía la maquinaria y lograba subordinación indigna; los que militaban con ellos saben mejor que nadie que las promesas e ilusiones no alimentan y ahora ya no tienen por qué hacerles caso.

No veremos la agonía tranquila de una vida bien vivida. Será la muerte crispada de grupos infames que a lo largo de 90 años controlaron los resortes del poder político y económico de México y construyeron irresponsablemente el horror actual. Morirán como vivieron: sin dignidad.

El apuro es grande. No hay opciones claras. Menos aún parece haberlas ­cuando la nueva administración se adhiere ciegamente a algunos de los peores vicios del régimen desmantelado, como su obsesión por el crecimiento económico o la construcción rutinaria de lealtades verticales.

Deja el PRI, con el país destrozado, una herencia envenenada. Los nuevos verán pronto lo que significa. Si se deciden a hacerla propia, como parece que están haciendo, tendrán que pagar el precio de dejar de ser lo que dicen que son y perder toda decencia.