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Nicaragua: descontento y represión
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espués de algunas semanas durante las cuales cedió la intensidad de la polarización política entre el gobierno de Daniel Ortega y su extendida oposición, Nicaragua vivió ayer otra jornada trágica, con al menos un muerto y cinco heridos, en el contexto de una marcha pacífica en las calles de la capital. Con el lema: Somos la voz de nuestros presos políticos, en la caminata se exigió la liberación de alrededor de 300 presos y el fin del gobierno de Ortega.

Se calcula que alrededor de 320 personas han fallecido por la violencia represora, desde que en abril anterior el presidente respondió con ataques armados y el despliegue de grupos paramilitares a las protestas contra un decreto presidencial que recortaba las jubilaciones y elevaba las cuotas obrero-patronales a la seguridad social, aunque a principios de mes la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos cifró en 481 la cantidad de muertos y en 3 mil 962 la de heridos.

Debe destacarse, en primer lugar, que en el contexto actual de la nación centroamericana, más que enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden o entre diversos grupos de inconformes, hechos como el de ayer representan más bien actos de represión contra quienes disienten del oficialismo.

Por otra parte, si no puede justificarse en ninguna circunstancia una acción coercitiva dirigida a acallar descontentos sociales auténticos, las que tienen lugar en Nicaragua son particularmente dolorosas y exasperantes, porque las realiza un régimen cuyos orígenes se encuentran precisamente en una insurrección popular contra un régimen opresivo y autocrático, lo que hace de la represión contra la protesta social una paradoja deplorable.

Para colmo, esta clase de actos no sólo tiene un alto costo en vidas, destrucción material y gestación de enconos difíciles de superar, sino que además resultan notoriamente contraproducentes para el régimen, pues justifican y multiplican el descontento previo. Es urgente que el gobierno emprenda una reflexión acerca de la naturaleza y las dimensiones del conflicto, reconozca la imposibilidad de mantener el control sobre el país a sangre y fuego, y abandone de manera definitiva e incondicional una línea de acción que erosiona la base social que pueda quedarle.

Ya no puede ocultarse que, con cada muerto, el gobierno de Daniel Ortega alimenta el malestar, serrucha el piso bajo sus pies y construye su inexorable final.