l fin encontré mi otro, me dijo Fernando Benítez con el entusiasmo permanente que lo caracterizaba. ‘‘Yo soy un otro”, Je suis un autre, ma petite soeur, hermanita. Ante mi desconcierto, Fernando me sopló en voz baja: Huberto… Soy Benítez y soy Batis. Dos descubridores de talentos. Nada qué ver con Octavio. Huberto y yo buscamos lo original, lo distinto, nuevos talentos se encuentren donde se encuentren, sin prejuicios. Mejor si un joven autor contradice mis ideas, mis gustos. Y Huberto es semejante a mí: libres, sin miedos, andamos en busca de lo desconocido. Mándame textos tuyos y de escritores de París. Aquí nos los pirateamos en el Sábado. Si Octavio quiere perder su tiempo en papeleos de derechos de autor o no sé qué, Huberto y yo preferimos publicarlos antes de que otro lo haga mientras enviamos correos para pedir permiso. Entre los dos somos más infalibles en literatura que el Papa en dogmas. Cuando coincidimos, no siempre, gritamos Eureka porque hemos encontrado un ave fénix.
Julieta Campos, Enrique González Pedrero, Berta y José Luis Cuevas habían partido después de la suculenta comida cocinada por la madre del hijo adoptivo de Fernando y su mujer Georgina. Ese mismo día, al anochecer, Benítez me condujo al edificio del Unomásuno. Era la noche del cierre del suplemento cultural. Encontramos a Huberto Batis textualmente sumergido en un sillón frente a una montaña de papel sobre una larga mesa de comedor, donde se amontonaban periódicos, revistas, libros y muchas páginas de escritos enviados por colaboradores y aspirantes a la dicha de la publicación.
A propósito de esta montaña, que esa tarde supuse efímera, debo decir que a cada vuelta a México, la vi más alta y abundante, crecía como un ser vivo tras el cual desaparecía Huberto. Pero en esa cordillera, Batis sabía encontrar el más pequeño papel, la más diminuta hoja, un boleto. Le bastaba meter la mano en uno u otro lado para extraer lo que buscaba, como se encuentra un recuerdo en el amontonamiento de la memoria.
Las diferencias entre Benítez, duende travieso, ágil, nervioso, flaco, y Batis, oso de los Pirineos, pausado, inmóvil en su sillón, sensual, no eran sólo físicas. Fernando formaba discípulos, casi en forma involuntaria, con su palabra y su sola presencia. Huberto impartía cursos de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: muchas generaciones pasaron por sus clases durante medio siglo. Fernando se enamoraba y se construía historias amorosas dignas de la caballería y las damas cantadas por trovadores. En Huberto primaban el deseo y el erotismo de una imaginación desbordante hasta los límites de una elegante pornografía. Acaso fueron sus diferencias las que unieron en una auténtica comunión a estos dos hombres tan lúcidos como generosos. Cuando Fernando se despidió, mi encuentro con Huberto se prolongó, sin darnos cuenta, platicándonos vidas y aventuras, hasta altas horas de la madrugada.
Entonces aún no existía Internet y yo debía enviar mis colaboraciones por correo. Tardaban 10 días en llegar al Unomásuno. Yo escribía cartas a Fernando y a Huberto en botellas arrojadas al azar de las olas del mar. Nunca respondían, pero, a cada viaje a México, me reprochaban no escribirles más a menudo. Con ambos, la conversación se reanudaba como si acabásemos de vernos la víspera. En 1986, casada con el escritor Jacques Bellefroid, uno y otro nos celebraron con banquetes y conversaciones embrujadoras. Fernando relató ‘‘la ruta de Cortés” en francés a Jacques durante una larga tarde en su casa de Coyoacán. Gran gourmet, con Huberto nos veíamos en restaurantes donde se nos iba la tarde con las conversaciones de sobremesa. Con Jacques habló de literatura erótica: Sade o Le sonnet du trou du cul escrito entre Rimbaud y Verlaine. Disfrutábamos de su espíritu irónico y su voraz curiosidad de la vida literaria. Nada escapaba a sus ojos ni a su vasta memoria. La complicidad de nuestras risas era total.