os modos cortesanos, el derroche y los excesos que los presidentes de la posrevolución se permitieron durante casi un siglo en este país podrían estar siendo enterrados ahora… y para siempre.
Favorecido por la ausencia de un gobierno en funciones que decidió hacerse a un lado cinco meses antes de concluir su mandato, López Obrador ha logrado ir imponiendo un estilo personal de gobernar –paradójicamente aún antes de iniciar su gobierno–, basado en la austeridad y en la cercanía con la gente.
Se trata de un estilo radicalmente diferente, inédito en este país, que propone como prioridad la atención de los grupos más vulnerables. Y aunque estas formas novedosas de hacer política en México no dejan de ser vistas con recelo por unos y calificadas de populistas por otros, lo cierto es que han sido bien acogidas tanto por medios de comunicación, como empresarios y sociedad en general.
Las imágenes vistas recientemente por millones de personas por medio de las redes sociales, de un presidente electo descorbatado, medio desaliñado, jalando su maleta por los pasillos del aeropuerto; que espera en la fila para abordar un vuelo comercial, y que luego se instala en un asiento en clase turista, sin más compañía que su comunicador, parecen no ser ocurrencias ni simulaciones, sino que más bien forman parte de un estilo personalísimo de ser y de ejercer el poder, como lo definiera magistralmente don Daniel Cosío Villegas hace más de 40 años.
Son imágenes que sin duda abonan a la confianza social y muestran una cercanía entre el virtual gobernante y los gobernados. Son imágenes tan potentes –comunicacionalmente hablando– que contrastan con la indignante desfachatez de algunos gobiernos existentes en nuestro país, así como con la prepotencia característica de algunos líderes en otras latitudes.
Este peculiar estilo de gobernar está basado en lo que el propio AMLO llama la austeridad republicana
, que de entrada lo contrapone con los excesos de los regímenes del pasado, del pasado reciente y, desde luego, del gobierno actual, pero que al mismo tiempo fortalece su credibilidad, aspecto medular a lo largo de su carrera política.
Por eso no puede darse el lujo de tropezar y menos aún con affaires de dineros como los de Bejarano o de Ponce. Ni permitir que los nombramientos de algunos funcionarios cuestionados incluso al interior de su equipo más cercano, afecten el arranque y la marcha de su gobierno. Las historias de personajes como Manuel Bartlett y Napoleón Gómez Urrutia –a quien tanto ha cobijado–, no abonan a la confianza ciudadana y ponen en entredicho las intenciones expresadas por el presidente electo.
Según ha declarado en repetidas ocasiones, AMLO no tolerará abusos. Una falta de probidad de uno solo de los integrantes de su equipo al inicio del nuevo gobierno podría acarrearle costos irreparables a su credibilidad.
La reunión que encabezó apenas el fin de semana pasado con quienes serán sus delegados estatales y regionales sugiere que el presidente electo no se andará por las ramas. Ahí les demandó desempeñar sus funciones con honestidad y honradez, sin prepotencia y fantocherías
, y les dijo que el poder es humildad y se debe ejercer en beneficio de los ciudadanos.
Es previsible que, como lo ha ofrecido en aras de la austeridad, el tabasqueño reducirá su propio salario a menos de la mitad de lo que percibe el actual Presidente de la República; que no habitará Los Pinos y abrirá las puertas de la residencia oficial para que cualquier ciudadano pueda recorrerla. Es de esperarse que venda el avión presidencial y acabe con los privilegios de lo que define como la alta burocracia.
Es muy probable que, pese a las resistencias, también achique al Estado Mayor Presidencial, lo confine a los cuarteles y ponga su seguridad personal y la de su familia en manos de 20 personas –desarmadas todas–, la mitad de ellas, mujeres.
Apenas asuma el cargo como presidente de México, López Obrador deberá ser consecuente con el personal estilo de gobernar que ha delineado desde ahora. Sin embargo, las enormes expectativas que su virtual llegada al poder ha generado, lo obligarán a dar pasos inmediatos y consistentes que le permitan avanzar en el cumplimiento de aquellas propuestas de campaña que son indispensables –y urgentes diría yo– para enderezar la marcha del país.
Apuestas como la estrategia frente la violencia y las drogas, que conllevaría a la tan ansiada pacificación o la consolidación de un auténtico sistema de justicia eficiente e independiente, apuntan en el camino correcto aunque representan un riesgo que el presidente electo y su equipo tendrán necesariamente que afrontar.
El apabullante triunfo que obtuvo en la elección del pasado primero de julio, que además de la Presidencia otorgó a su partido mayorías en las dos cámaras del Congreso de la Unión, supondría que AMLO arrancará el gobierno con la legitimidad y la fuerza suficientes para impulsar las reformas que le permitan dar viabilidad a su proyecto. Pero el presidente electo no puede perder de vista que parte de sus fortalezas son su popularidad y su credibilidad, aspectos –ambos– relacionados directamente con el muy personal estilo de gobernar que, desde ahora, se construye.