n contraste con el desmedido endeudamiento y los recortes presupuestales a sectores prioritarios, como sanidad y educación, que caracterizaron a la actual administración federal, los años que van de 2013 a 2018 han sido una era de bonanza para los poderes Legislativo y Judicial, cuyos presupuestos aumentaron 30.3 y 53.5 por ciento, respectivamente, en el periodo referido, con alzas anuales de hasta 22 por ciento. En el caso del Poder Judicial, lo anterior se tradujo en que sus percepciones pasaran de 46 mil 479 millones 491 mil 963 pesos en el primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto, a los 71 mil 366 millones 389 mil 337 con que contó este año.
Como una parte muy significativa de esos recursos se destina al pago de los servidores públicos, el tema se ha vuelto materia de debate desde que el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, anunció su decisión de reducir su salario a únicamente 40 por ciento de lo que recibe el actual titular del Ejecutivo –es decir, de 270 mil a 108 mil pesos mensuales–, así como de hacer cumplir el artículo 127 de la Constitución, según el cual ningún servidor público podrá recibir una remuneración mayor que el Presidente de la República.
Estas disposiciones generaron posturas encontradas: de una parte, fueron bien recibidas por amplios sectores de la población, molestos por la disparidad entre los generosos emolumentos de los altos funcionarios de los tres poderes y los mediocres resultados que la mayoría de ellos demuestra en sus labores. Por otra, suscitaron el rechazo de algunas voces dentro de los medios de comunicación, de acuerdo con las cuales los ingresos de los altos funcionarios corresponden a su preparación profesional y a la importancia de sus encargos. Estos detractores también argumentan que reducir dichas percepciones pone en riesgo la integridad moral y la autonomía de los servidores públicos.
Pero la mayor resistencia a la austeridad enarbolada por el futuro presidente es la que sostiene el Poder Judicial de la Federación, con los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación como actores más visibles. Parapetados en el artículo 94 de la Carta Magna, donde se impide expresamente reducir durante su encargo las remuneraciones de los funcionarios judiciales, los ministros defienden sueldos y prestaciones que no sólo son a todas luces desproporcionados, sino que, en el caso de las segundas, se mantienen en una inaceptable opacidad. Baste un botón de muestra: los 11 integrantes de la Suprema Corte cuentan con gastos de alimentación
sin límite alguno, y en ningún caso dan a conocer el monto del que dispusieron.
Si este nivel de privilegios excede con mucho a lo que reciben las contrapartes de los ministros en las naciones más ricas del planeta, resulta particularmente afrentoso en un contexto como el mexicano, donde la inmensa mayoría de la población padece graves carencias, y donde además la impartición de justicia dista de satisfacer estándares mínimos de eficacia. Por todo lo dicho, si bien el gobierno entrante debe respetar la autonomía del Poder Judicial, es deseable y recomendable que los titulares de éste sean sensibles con la realidad del país y ajusten de manera voluntaria, como la ley les faculta a hacerlo, sus ingresos y prestaciones a lo éticamente correcto para quienes desempeñan un puesto de servicio público.