Fiesta para todos
ada vez que visito a Erasto en el hospital, me doy cuenta de que está bien si pide que le recuerde nuestra vida en común. Salen a relucir los nombres de familiares y amigos o de los sitios adónde íbamos de día de campo. Complacerlo es muy agradable, pero también doloroso: Erasto recupera su vida a través de mis palabras y luego, de pronto, otra vez se pierde en un mundo del que no sé nada ni logro imaginar y me pregunta quién soy.
En la familia no sabemos cuándo podremos sacarlo del hospital y llevarlo a su casa. Desde luego, aunque haya mejorado su salud, no es conveniente que viva solo. Sería mejor que vendiera la casa y se alojara con alguno de mis hermanos o conmigo. En un caso o en otro, Erasto tendrá que prescindir de la mayor parte de sus cosas. En estos tiempos, cuando los departamentos son tan pequeños, dudo que haya espacio donde puedan caber.
II
Como en la familia nunca coincidimos en los horarios, casi siempre voy sola al hospital. En cuanto llego le pregunto a la enfermera en turno quién ha ido a visitar a mi primo. La respuesta casi siempre es la misma: Nadie.
El abandono que padece Erasto me duele, sobre todo si lo comparo con la forma en que lo procuraba todo el mundo en sus buenos tiempos; me refiero a la época en que trabajaba en la vidriera y ganaba bien.
En el otro aspecto, el sentimental, su vida acabó siendo un desastre. Un día, Estela, su mujer, lo abandonó llevándose a Diego, su único hijo. En la familia sospechamos que ella lo hizo porque la diferencia de edades entre ellos comenzó a pesarle. También hay otra posibilidad: que nunca lo haya visto como esposo, sino como padre. Sea como fuere, lo único es que desapareció.
A partir de entonces, Erasto empezó a cambiar. Se volvió apático, huraño, rechazaba todas nuestras invitaciones, a veces desaparecía. A su regreso, cuando le preguntábamos dónde había estado, su respuesta era vaga: No sé. Por ahí.
Pasó algún tiempo en esas condiciones y terminó por perder el trabajo. Luego sus extravíos y olvidos se hicieron frecuentes.
Consultamos con un médico amigo de la familia y él nos recomendó que internáramos a Erasto en un hospital. Allí podrían atenderlo y vigilar de cerca sus reacciones. Mi primo aceptó el internamiento con docilidad, como si en todos sus años de abandono hubiera estado esperando el momento de aislarse por completo.
III
Los pocos ahorros que le quedaban se los ha comido la enfermedad, que sigue devorando su cuerpo y su mente. Espero que, antes de que todo termine para él, vuelva a ver a Estela y a su hijo. ¿Qué sabe ese muchacho de su padre? Muy poco, lo que su madre haya querido decirle.
Si algún día tengo oportunidad de hablar con Diego le diré que su padre era un soñador desenfrenado. Cuando éramos niños iba a visitarnos a la casa de Mar Mediterráneo, y aunque era bastante mayor que nosotros, se pasaba las horas hablando de sus planes, de los viajes futuros, de inventos que se le ocurrían. Todo era fantasioso y emocionante, por eso nos gustaba tanto escucharlo. A veces me dan ganas de recordarle a Erasto aquellas pláticas, pero enseguida me reprimo por miedo a su reacción y mejor le hablo de los temas que más le interesan: volver a su casa, verse rodeado de todos los objetos que lo han acompañado siempre. Algunos le representan momentos muy gratos de su vida.
Por ejemplo, el florero azul. Estaba en una repisa, frente a la ventana. Sabía que era suficiente con que le dijera: Es precioso. No creo que haya otro igual
para que volviera a contarme su historia preferida: lo había ganado en una feria, en Lagos de Moreno, donde había conocido a Estela. Con sólo pronunciar ese nombre se iluminaba su expresión.
¿Le ocurrirá lo mismo a ella? No lo creo, la prueba es que se fue. No tengo derecho a juzgarla, sobre todo porque nada más imagino las razones que la llevaron a desaparecer sin más ni más, haciendo a un lado años de matrimonio con Erasto, a fin de hacer una vida nueva. ¿Con quién, además de con su hijo?
A veces siento el impulso de buscar a esa mujer y explicarle las condiciones en que se halla Erasto, pero no puedo hacerlo. Hace tiempo, en un momento de lucidez, él me hizo jurarle que bajo ninguna circunstancia me comunicara con Estela: quería todo, menos que ella volviera a su lado por lástima. Además, llevaban tantos años separados que ya sería difícil convivir.
Lo comprendo en eso como en muchas otras cosas, especialmente en el ansia por volver a su vida de antes. Los doctores ya nos explicaron los motivos por los que Erasto no puede vivir solo. Al menos yo no se lo he dicho. Llegará el momento en que se dé cuenta y tal vez pueda tomar sus decisiones.
En caso de que tengan consecuencias negativas, en la familia nos sentiremos responsables por no haberlo detenido y pasaremos el resto de nuestras vidas culpándonos unos a otros. ¿Para qué pienso en eso? Las cosas nunca suceden como uno cree. Quiero pensar que Erasto se recuperará con la energía suficiente para rehacer su vida donde la dejó–aunque sea punto muerto.
IV
En el hospital hay un jardín. En sus bancas se sientan las familias con sus enfermos, les platican, les ofrecen cucharaditas de gelatina o fruta que guardan en un contenedor. Como pienso que esas escenas podrían despertarle a mi primo ciertas añoranzas, me lo llevo al último sendero del jardín y caminamos. Lo veo alegre, feliz, mirándolo todo con la curiosidad de un niño. Le hago conversación, le hablo de mis cosas, le pido que me cuente las suyas: si lo tratan bien, si tiene algún amigo. Cuando sus respuestas son claras me lleno de esperanzas, pero se desvanecen en el momento en que él se detiene, me observa y lleno de temor de nuevo me dice: Y tú, ¿quién eres?
Si supiera lo mucho que me entristecen sus palabras...