Orgullosos de la sbornaya
Faltan cuatro juegos para que acabe el Mundial; Francia, la selección más fuerte de las sobrevivientes
Lunes 9 de julio de 2018, p. 5
Moscú
A estas alturas del Mundial –cuando faltan tan sólo cuatro encuentros para que acabe esta locura, la cual se repite cada cuatro años con balance diferente de éxitos y fracasos–, ya casi está armado el rompecabezas y la imagen que podemos ver no es la de la hermosa catedral de San Basilio. Se perfila el siguiente cuadro:
Los cuatro mejores equipos son dos: Francia, sirva esta paráfrasis como homenaje a Luis Cardoza y Aragón y a Vicente Huidobro, que la inspiraron al referirse a los tres grandes muralistas, el guatemalteco, y a los cuatro puntos cardinales, el chileno.
A priori el más fuerte del cuarteto. A juzgar por las sorpresas que ha dado este Mundial, no significa que el equipo galo, sí o sí, levantará el trofeo. También pueden hacerlo Inglaterra, Bélgica y Croacia, añade el metiche de Perogrullo que todos llevamos dentro.
El Mundial, a la hora de la verdad, degradó en Eurocopa y el campeón de esta edición no será el mejor de todos, sino el menos malo de los supervivientes. El ganador defenderá, por tanto, los colores de un país de Europa con jugadores nacidos en otros países (Francia, Inglaterra y Bélgica), eliminados todos los conjuntos latinoamericanos, africanos, asiáticos (los árabes, como sabe cualquier niño que colecciona estampitas, infalible estímulo para hojear por primera vez una enciclopedia, unos son africanos del Magreb y los otros, asiáticos de Medio Oriente) y el australiano.
De los cinco grandes favoritos, antes del torneo, sólo queda uno (Francia), mientras Alemania, Argentina, España y Brasil verán la final en transmisión vía satélite, en tanto los tapados Uruguay y Suecia tendrán que seguir sin ver la luz ni la portería del rival en los partidos decisivos.
Fiasco con los cracks
Resultaron un fiasco los integrantes del nuevo Trío Calaveras, los grandes aspirantes al Balón de Oro al mejor futbolista del año –Lionel Messi, el solista sin orquesta; Cristiano Ronaldo, la orquesta sin solista, y Neymar, quien debería cambiarse de nombre a Neymal y llevar a la cancha un catre para recostarse con mayor comodidad–, por lo cual, si la concesión de ese reconocimiento no fuera un negocio de los patrocinadores, debería recibirlo el enólogo de Fuentealbilla, don Andrés Iniesta, antes de irse a Japón a promover el maridaje de los vinos de su bodega con el sushi y el sashimi, para reparar la injusticia que hace años se cometió con él.
El Tri aún no despierta y continúa imaginando cosas chingonas (Chicharito dixit), como alcanzar el quinto partido, sueño recurrente que dura ya 28 años seguidos, al tiempo que el entrenador Juan Carlos Osorio, a los ojos de la frustrada afición, terminó como empezó: abucheado.
San Jorge descansa los fines de semana y los santos sustitutos no son tan eficaces como él, motivo que influyó de modo decisivo en el triste desenlace de la aventura del heroico barco ruso que se hundió frente a la costa del Adriático, sin poder lograr lo que hubiera sido el mayor logro de su historia futbolera: la semifinal de un Mundial.
No podía ser tanta verdad… casualidad y, finalmente, se confirmó que no estaban tan errados los chamanes de Siberia y de Chukotka que no daban ni un quinto (en el sentido de moneda, no de partido) por la Sbornaya. En un obligado gesto para corresponder las muestras de simpatía cuando nos eliminó Brasil, quien esto documenta decidió ver el partido contra Croacia con un grupo de amigos rusos.
Resumido en un párrafo, fueron 120 minutos de una suerte de montaña rusa de las emociones encontradas: de la explosión de alegría al marcar Denis Cheryshev se pasó a cierta preocupación con el empate de Andrej Kramaric; luego vendría una gran decepción con el cabezazo de Domagoj Vida que se tornó en desesperación hasta el minuto 115 cuando, de otro cabezazo, esta vez de Mario Fernandes, llegó el empate que ya se creía imposible y se desató con renovada intensidad la euforia. Duró poco. Se llegó a pensar que la tanda de penales acabaría igual que el día que se derrotó a una España vencida por sí misma desde que echaron a su entrenador, Julen Lopetegui, y ocurrió lo contrario: los echaron a ellos. Orgullo por una Sbornaya que, jugando por encima de sus posibilidades reales, lo intentó y no pudo. Desolación completa.
El día después de la debacle, en el centro de prensa habilitado en el corazón de Moscú, aún se respira un aire de aflicción. Caras serias. Silencio inusual. Sonrisas ausentes. En general, entrar en la imponente Sala de las Columnas –donde trabajan estos días los periodistas que no tenemos que ir a los estadios a narrar los partidos ni a preguntar, a pie de cancha, al Chucky Lozano qué se siente marcar un gol a Alemania– produce una sensación fúnebre.
Los organizadores se esfuerzan por que no falte nada (computadoras, acceso a Internet, pantalla gigante para ver los partidos, personal amable y dispuesto a ayudar, etcétera), pero nadie puede quitar de la mente que en esa misma sala, en los años de la represión estaliniana, se instaló el tribunal que mandó al paredón a millones de inocentes. En juicios grotescos, los imputados por la paranoia de Iosif Stalin aceptaban confesar que eran espías alemanes o japoneses, lo que implicaba ser condenado al fusilamiento por traición a la patria, para evitar que sus esposas e hijos fueran torturados hasta la muerte.
Récord de asistencia
Los rusos aficionados al futbol sufren de verdad la derrota. Uno especialmente. Nikolai Surin se llama y se le conoce por su apodo, Kolia Ugodnik (en español algo así como Nico El Elegido o, si prefiere usted otro hipocorístico de Nicolás, Colacho o Colate, y para variar un poco, El Bendito), sobrenombre que se ganó a pulso por ser el habitante de este país que estableció el récord de asistencia al mayor número de partidos en este Mundial: 25 y en las 11 ciudades sede.
Fanático de toda la vida del Spartak de Moscú, pero no de la minoría de violentos, y que no se pierde un partido oficial de la selección rusa desde 2002, Surin pudo lograrlo por disponer de un holgado presupuesto en rublos equivalente a poco más de 10 mil euros. Con ello pudo adquirir los boletos más baratos para rusos, desplazarse gratis en ferrocarril o volar pagando en avión, posibilidad esta última con el atractivo adicional de hacerlo por la noche y ahorrarse el hotel; también usar a veces su propio coche y comer cualquier cosa en los aeropuertos, estaciones de tren y estadios.
Ahora todavía le quedan entradas para las dos semifinales y para la final. Este último boleto, según cuenta, resultó el más difícil de conseguir. Lo intentó todo, sin suerte. Quiso comprarlo a través de la página oficial de la Federación Internacional de Futbol Asociación, no le tocó el sorteo; lo buscó en la reventa, demasiado caro; propuso llevar la silla de ruedas de un minusválido al estadio, todos prefirieron a un familiar; trató de inscribirse como edecán, demasiado mayor, no usa minifalda y no habla tantos idiomas como se requiere; procuró colarse como periodista, nadie quiso acreditarlo; ofreció a cualquier extranjero cambiar un boleto para la final por 30 shapkas, no vino a Rusia ningún comerciante de gorros de piel; y, por último, creó una página en Internet para compartir con otros excluidos la pena de no poder ir a la final.
Y el milagro se produjo. Un suertudo compatriota que adquirió por sorteo cuatro entradas en la página oficial le escribió para cederle una al precio nominal, 3 mil rublos, unos 50 dólares, cuando pudo haberla vendido hasta en 3 mil dólares, el precio de rapiña que establecieron los especuladores por un asiento en el gallinero detrás de una portería en el estadio de Luzhniki.