ehemencia es la palabra que me viene a la mente con la fuerza de la pasión cuando recuerdo a María Luisa Mendoza. La China, como la apodó su padre a causa de sus caireles, fue poseída por el fuego sagrado de su amor a la vida. Inteligente y lúcida hasta la punta de las uñas, nadie podía engañarla: adivinaba los pensamientos de los otros, desnudándolos con la mirada clarividente del auténtico escritor. Su sentido de lo irrisorio, su ironía, libre de mezquindad, le permitía reír y arrancar la risa ajena en todo momento. No se puede leer su obra sin sonreír y, a veces, sin estallar en una carcajada que se burla de la muerte. Escritura barroca en el sentido primigenio de esta palabra, el que califica a una perla auténtica, a la vez pura y rugosa. Hecha de fugas y contrapuntos, arqueada por su misma tensión, espiral de flechas que ascienden en volutas hacia la infinitud azul de la bóveda celeste. Lejos del abigarramiento simple, el laberinto de su escritura es el del enigma cuya revelación abre un nuevo enigma.
Tuve la suerte de conocerla a mis 16 años. Desde entonces, nos unió una amistad ininterrumpida, a pesar de la distancia y el tiempo. Retomábamos la conversación en cualquier momento, sin explicaciones, como si acabáramos de vernos, ella adivinándome, haciéndome reír, escenificando piezas teatrales espontáneas donde podía pasar en un instante de la tragedia a la tragicomedia, sin temor de representar lo chusco, incluso lo ridículo, gracias a su vis cómica. Su discurso, de vocabulario fasto, era una sucesión incesante de atrevimientos, un vuelo fabuloso de imaginación.
La China interpretaba un personaje diferente para cada uno de sus amigos y visitas: ‘‘Juanita la huerfanita” para l a Chaneca Maldonado; la niña maltratada para su cocinera Gila; la confidente de Marivaux para Carmen Parra; la enamorada para Sergio Pitol, Luis Prieto y otros amigos; la invitada de honor donde fuese; confesora y consejera o penitente sin arrepentimiento ni culpa en ocasiones.
Gran periodista, fue reportera y editorialista. Sus columnas fueron famosas, leídas por admiradores incondicionales. Luchó por causas humanas y por la protección de los animales. Ingenua, altruista, cayó en errores políticos, víctima de un amor ciego. Incapaz de intrigar, ajena a las redes literarias, nunca supo maniobrar para obtener premios. Casi enclaustrada en su casa los últimos años, sufrió el ninguneo como lo vivió Juan Rulfo, ella a una edad avanzada, Juan más joven.
Admirada y querida por Gabriel García Márquez, fue ella quien corrió a buscar un biftec para aplicarlo al moretón inflado que le dejó el puñetazo de Vargas Llosa. Octavio Paz, testigo de una de sus bodas, respetaba su escritura. Salvador Elizondo, cuando la veía en alguna reunión, buscaba su compañía para reír gracias al ingenio de María Luisa Mendoza. Generosa, sabía reconocer el talento en las entonces jóvenes promesas como su amiga Ángeles Mastreta. Comadre de Carlos Marín, incondicional de Carlos Payán, para La China no había distinciones ideológicas en sus amistades. Ella amaba y trataba de comprender, sin sectarismo, las ideas de amigos distintos.
Los años y las enfermedades le hicieron difícil seguir escribiendo novela, pero continuó su labor periodística hasta su última semana. Sin vista, se vio obligada a dictar su columna. De ello vivía, estrechamente. Los gastos médicos la forzaron a vender algunas pinturas que poseía. Carmen Parra la ayudó cuanto pudo buscándole la ayuda de una enfermera y Emiliano Gironella encontró compradores a las telas ofrecidas por artistas que la admiraron.
Gracias a Internet, las llamadas de larga distancia se volvieron accesibles y pude telefonear muchas veces a mi adorable China. A pesar de su estado de salud, sin ver ni poder caminar, anémica, cuando hablé con ella hace unos días me hizo reír y me prometió seguir viva muchos años: la eternidad adonde ha entrado esta escritora inmortal.