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Los intelectuales liberales y los comicios
D

ecir que “los intelectuales tal o cual” implica ciertas dosis de generalización. Se trata de una categoría social con bordes imprecisos y demografía limitada, que no obstante, o por eso mismo, goza de un prestigio inmanente, promovido sobre todo por los intelectuales mismos; al menos aquellos que gustan de las mieles y oportunidades del poder y las han sabido aprovechar. Obra en su favor que lo antintelectual es políticamente incorrecto, irracional. Su público apechuga, se los traga, les concede 15 o 20 minutos de fama, cinco sexenios de privilegio, compra en Sanborns y los aeropuertos los ejemplares de sus libros y revistas que no compra el gobierno.

Admitamos que en términos de carrera y de mercado, son los que más tienen que ofrecer a sus fieles. Por su condición cortesana, en el reciente ciclo neoliberal autoritario (1983-2018), adquirieron preminencia, fueron amigos, socios, consejeros, asesores, escribanos y compadres de los políticos que ejercen de gobierno. Entre cargos, distinciones y giros comerciales relacionados con la cultura, acapararon becas, colegios, academias y premios nacionales; probaron las mieles de la industria del entretenimiento y colocaron sus productos en el mercado y en los subsidios invisibles. Dieron por buena esa democracia. Se enamoraron de los mass media, tanto que hubo de acuñarse la categoría intelectual mediático. Aunque, por habladores y mandones que fueran, todavía necesitaban escribir. Si no, ¿qué clase de caciques culturales serían?

Llegados al fin de la encrucijada electoral que lleva meses fatigándonos, cuando ellos no han dejado de hablar, publicar, postear, atormentarse, balconearse, insultarnos y hacerse víctimas de jaurías que imaginan, lo dejan a uno pensando que por su boca muere el pez. Pocos de estos autodenominados liberales conocen la intemperie de México. De la realidad se enteran interpósita persona. Para ellos las cosas están bien así. Nunca alzan la voz cuando importa, y ahora esa comodidad les pasa la factura. ¿Apoyarían hoy un fraude patriótico?

Aclaremos que la identidad de intelectual no sólo habita en universidades, bibliotecas físicas y virtuales, museos, teatros, salas de redacción y de concierto. Y no todo intelectual participa del circo del poder cultural, o lo hace de manera distanciada, profesional si se quiere. No pocos se oponen a (o se deslindan de) dicha casta, dominante por defecto, ganadora de un palco que nadie disputaba. A veces pienso que simplemente heredaron la posición, y le sacaron provecho material y político como nadie antes. Buenos cachorros priístas, aprendieron a comportarse y acomodar sus ideologías al Estado, que cuando cambió a panista hasta les gustó.

En 2018, ante el temor de perder lo que tan exitosamente han amasado, sacaron el cobre. Los desafía lo moreno, con las mil implicaciones de ese adjetivo-sustantivo, una provocación, un lugar común de los criollos que dominan el tablero y desprecian, ningunean o proscriben toda cultura política prieta, naca, chaparrita, ondera, infrarrealista o la que incluya etiquetas como indígena, escuela pública o Carlos Monsiváis. Los zapatistas hablan del color de la tierra. Tal casta liberal no disimuló su intolerancia, burlona y atemorizada, contra lo prieto que se les puso todo por culpa del Mesías tropical, los maestros respondones y los indígenas ingobernables a quienes durante 30 años han vituperado.

Es evidente, opina Federico Navarrete, autor que en tiempos recientes les presta reiterada atención crítica, que nuestros liberales han perdido la sensibilidad para imaginar que existen millones de mexicanos que no comparten sus privilegios y que viven en situaciones por completo diferentes a las suyas. Tampoco han logrado comprender y respetar que estas personas puedan definir su voto en función de sus realidades y no de las lecciones intemperantes que les propinan. Y es por esa razón que han perdido la capacidad de hacerse escuchar y respetar por ellos, no importa cuánto se contoneen y griten.