Convivencia con extranjeros
Lunes 2 de julio de 2018, p. 6
Moscú
En contra de las cábalas de los chamanes de Chukotka –quienes sustituyen los domingos a sus colegas siberianos–, la Sbornaya resistió 120 minutos el asedio del tiqui-taca ibérico y, con la ayuda de San Jorge en la tanda de penales, Rusia estará en cuartos de final.
Además, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo –quienes suman 10 Balones de Oro y ahora son miembros de pleno derecho del club de grandísimos futbolistas que nunca ganaron un Mundial, como Alfredo Di Stéfano o Johan Cruyff– verán por la tele cuál de los equipos que pusieron fin a su sueño, Francia o Uruguay, viajará a San Petersburgo para disputar la semifinal.
Y como el estadio Luzhniki está en el otro extremo de la ciudad, pretexto ideal para hacer una escala etílica en un bar español del centro y degustar unos tintos de la Rioja alavesa, en las páginas precedentes podrá usted ver si los inventores de la corbata, la contribución más grande de Croacia al progreso de la humanidad, asfixiaron a los vikingos-daneses, quienes como detalle de su vestimenta prefieren un casco con cuernos.
Este lunes, frente a Brasil, México puede escribir una página diferente de lo que ha sido su historia mundialista o, por séptima ocasión consecutiva en similar justa, injustamente se ahoga en la orilla del anhelado quinto partido, obligando a regresar a casita a la mayor parte de la fanaticada mexicana con la cabeza muy en alto por el papel del Tri y, en lugar de los sombreros de charro, llevar una shapka de nutria, los más acaudalados, y de conejo o gato, los más ahorradores.
La calle Nikólskaya
Para aliviar los síntomas del TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) que padece hoy todo mexicano al pensar cuál será el marcador, déjeme que le cuente cómo se está viviendo este Mundial desde la antes desconocida calle Nikólskaya, del centro de Moscú, y los llamados festivales de aficionados. Para no faltar a la verdad, conviene aclararlo ante la euforia de los extranjeros que pueden llevarse la falsa impresión de que todo el país está brincando de gusto con el Mundial.
Mejor dicho, decirlo con propiedad (quien esto escribe también está tocado por el TOC) sólo puede una rusa, a quien ni le va ni le viene el resultado, del cual depende que la noche de este lunes en la Nikólskaya y calles aledañas predomine la batucada o el Cielito Lindo. Eso sí, le preocupa porque uno de los dos dejará de escucharse en medio de los sollozos del derrotado.
Puestos a buscar a quién ceder la palabra escrita, la explicación más precisa del fenómeno de la calle Nikólskaya se debe a la periodista Natalia Radulova, quien supo resumir en las páginas del semanario Ogoniok el sentir de una parte del segmento local de las redes sociales sobre los extranjeros: ¡Que no se vayan!
, sugerencia menos drástica que la de otros compatriotas suyos (tipo ¡cierren las fronteras!, ¡qué vuelva la Cortina de Hierro y no los dejen salir!
)
Sostiene Radulova (cualquier parecido con el título de la novela de Antonio Tabucci es mera coincidencia, valga esta suerte de jabón para lavarse las manos que se utiliza en la industria cinematográfica desde los años 30 del siglo pasado): “Este Mundial era esperado sólo por nuestros funcionarios. Soltaban no sé qué frases acerca de la fiesta del futbol, pero la mayoría de la población no compartía su entusiasmo. La prensa occidental advertía sobre los peligros que afrontarían los aficionados en la ‘Rusia de Putin’, mientras nuestros periódicos los citaban con profusión y los ciudadanos, cada vez más preocupados, temían que esto ya iba a empezar. Habrá pleitos, insultos, maldiciones al ‘imperio del mal’. Que se vayan al carajo…
“Y de pronto llegaron. Los primeros dos días estuvimos viendo de lejos a los fans que iban arribando: no vimos vitrinas rotas. Comenzaron a difundirse las noticias de la Nikólskaya: están bailando. Saltando. Sonriendo. Cantan muy bonito, como los georgianos. Y los moscovitas, con los debidos recelos, empezaron a acercarse al centro para ver si era verdad. Resultó que sí.
“Asistimos a una auténtica fiesta de la rebeldía: los aficionados, sin esconderse, consumiendo bebidas alcohólicas en la vía pública, durmiendo sobre el césped, dándose un chapuzón en las fuentes, bailando junto a las iglesias, organizando un mitin donde les daba la gana y lanzando sonoras consignas que nadie entendía. Y no les pasaba nada, los policías sólo se reían y les tomaban fotos con sus celulares. Y nosotros comenzamos a sonreír…”
Aquí se impone un paréntesis para agregar lo que la modestia de Natalia no le permitió escribir: las autoridades rusas han triplicado las medidas de seguridad para garantizar que los extranjeros se lleven un buen recuerdo de su estancia en este país. Moscú tiene fijos cerca de 100 mil policías, otro tanto fue comisionado a las ciudades sede, la guardia nacional cuenta con varios centenares de miles de efectivos, los servicios secretos… Nadie sabe –es secreto de Estado– cuántos se entremezclan, de civil y cerveza en mano, con los alegres foráneos.
Continúa Radulova: “La pequeña ciudad de Saransk se convirtió en una fiesta callejera con temperamento latinoamericano: resultó que nuestras muchachas saben bailar salsa y bachata. Aquí –me escriben de Kazán– está a todo dar. Me pasé toda la noche invitando unos tragos de vodka a unos australianos, no me arrepiento de los rublos que gasté. En Volgogrado, muchos rusos se presentaron en el fan-fest con sus camisetas del Chelsea, Manchester City y otros clubes de la Premier League, mientras los temidos hooligans ingleses coreaban ‘¡Rossiya, Rossiya!’”
Generosa hospitalidad
El efecto antiespasmódico del coctel de manzanilla, lúpulo, valeriana, melisa y el hongo reishi se deja sentir y este cronista que recurre a los textos de los colegas ante el riesgo de colapsar, apenas alcanza a añadir al relato de Natalia: la hospitalidad rusa llega a tales extremos que unos mexicanos que se alojaron en un cuarto del departamento de una familia rusa se quedaron con la idea de que los anfitriones desayunan todos los días con tostadas de caviar. En realidad, ponen en la mesa de su invitado lo mejor que tienen guardado en la despensa para las ocasiones especiales, como un cumpleaños o una boda.
Anestesiado por los sedantes, el firmante de estas líneas se pregunta ¿quién es Natalia?, y deja que ella siga hablando: “Nuestras muchachas, obviamente, se volvieron locas con tal cantidad de jóvenes bronceados, sonrientes y vociferantes, y la Nikólskaya, impregnada de cerveza y testosterona, devino un imán que las atrae (…) Tal vez la alegría nos durará sólo un mes, aunque sin ningún tipo de recomendación del comité organizador, le mostramos al mundo cómo sabemos divertirnos. Y mañana todo volverá a ser como antes. Pero nos gustó, lo recordaremos. Y este es el principal resultados de este Mundial: vimos hasta qué punto podemos ser libres y abiertos”.
Tras un regaderazo con agua helada, este aficionado que ya se puso su camiseta verde, recuerda a modo de resumen el elocuente hashtag de una moscovita en su cuenta de Instagram, con una foto en que dos portugueses le estampan sendos besos en cada mejilla, que pone #eselparaíso y #estoyfeliz.
Obviamente, está alegría de las muchachas locales enfurece a la parte más seudopatriótica de sus coetáneos, que por machista iniciativa propia y para quedar bien con quien toma las decisiones en Rusia o a cambio de una propina de los guardianes de la moral pública arremeten contra ellas en Internet. Éste, mientras seguimos festejando la victoria de México o al menos que perdimos con dignidad, será el tema medular de la siguiente entrega.