Editorial
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Elecciones en paz en pro de la democracia
L

a concurrencia a las urnas que se manifestará el día de hoy en México, y que es de esperar sea copiosa, tiene lugar en un complicado escenario de tensión social, donde diversas rencillas y conflictos ligados al tema electoral se han resuelto de la peor manera posible; es decir, por medio de la violencia. Un crecido número de aspirantes a diversos cargos de elección popular –prácticamente de todos los partidos– han sido víctimas de esa violencia, en muchas ocasiones al costo de su propia vida, lo que ha llevado a más de un centenar de personas a abandonar su calidad de postulantes, con lo que la integridad del proceso comicial en su conjunto ha resultado afectada en algún grado.

En paralelo, la proliferación de amenazas de distinta magnitud (desde el envío de notas ominosas hasta los daños físicos a propiedades inmuebles o vehículos) también contribuye a un enviciamiento de lo que debería ser un masivo ejercicio democrático, libre de presiones, condicionamientos y desde luego enfrentamientos. La participación –presunta y a menudo comprobada– de distintas formaciones del crimen organizado alimenta los indeseables focos de inestabilidad que se advierten en ciertas poblaciones, estados y regiones de nuestro territorio. La recurrencia a las armas se convirtió, en los meses y semanas previos al día de la elección, en una constante que le dio a ese periodo –y hasta ayer mismo, cuando ocho personas murieron en distintos hechos violentos– un carácter virtualmente bélico, del todo contrastante con la reflexión y el intercambio de ideas que debieran prevalecer en una campaña electoral que, como la de hoy, culmina en una jornada definitoria para el futuro de la República.

No es exagerado calificar de ese modo a esta elección, habida cuenta del volumen del padrón (cerca de 88 millones de personas), la extensión del proceso (en sus distintas etapas casi nueve meses), su elevado costo (unos 25 mil millones de pesos sólo para el apartado presidencial), el número de casillas a instalarse en las 30 entidades donde se votará (más de 156 mil) y el gran despliegue humano y logístico realizado para su celebración.

La dimensión de estos comicios concurrentes hace que la aparición de la violencia en ellos se vuelva más grave de lo que este fenómeno es de por sí, en la medida en que puede manifestarse en forma más extendida. Con todo, algunas organizaciones financieras internacionales opinan, desde el exterior, que no se producirán hechos que afecten gravemente ni la jornada ni la democracia. Y por su lado, el Instituto Nacional Electoral (INE) dice confiar en que las votaciones se realizarán en calma, pese a que no puede ignorar las situaciones de tensión que menudean en varios puntos del país, en varios casos generadas por la impericia del propio organismo electoral a la hora de cumplir con su cometido.

Otro ‘aporte’ sustantivo a la disconformidad generalizada con que los votantes llegan a las urnas este domingo es el de las prácticas fraudulentas ejercidas en todos los niveles de la elección. A las argucias tradicionales (robo o quema de urnas, ‘carruseles’, compra de votos, etcétera) se ha sumado un variado rosario de trampas que los partidos o sus militantes, por propia iniciativa, hacen efectivas sin pudor alguno, que son comprensible fuente de irritación ciudadana y que ya parecen consustanciales a nuestra vida política.

Pero el clima que favorece los hechos violentos no procede solamente de los desencuentros políticos y las pugnas territoriales del narco: se ha ido gestando también por un descontento social que está alcanzando cotas inadmisibles, producto de una situación económica (con su correlato político) que hoy por hoy lesiona severamente a una sensible mayoría de la población de nuestro país. El modelo llevado adelante por los sucesivos gobiernos que se han alternado en los decenios anteriores ha empobrecido a muchos millones de hombres y mujeres que, si bien les va, se mantienen gracias a trabajos mal pagados, y que por más que trabajen no pueden obtener ni los satisfactores mínimos para una existencia digna, y lo que es peor, de seguir dicho modelo no tendrán ante sí ninguna esperanza de mejora y desarrollo.

Pese a todo, es deseable que la elección de hoy se lleve a cabo con la mayor tersura posible. Con ese espíritu y esa voluntad, con independencia de las preferencias de cada quién, los ciudadanos debemos acudir a las urnas a determinar nuestro futuro como nación.