Domingo 17 de junio de 2018, p. a16
La circunstancia de China en el siglo VII es el tema central de la novela El Palacio de la Luna, de Weina Dai Rade, escritora originaria del país asiático, cuya edición en México circula en librerías con el sello B del grupo Penguin Random House. Con esta obra su autora fue reconocida con el Premio Rita 2017 postulada a mejor ficción histórica por Goodreads Choise Awards. Con autorización de ese grupo editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta historia alrededor de una emperatriz
El día que predijeron mi futuro sólo tenía cinco años.
Estaba practicando caligrafía en el jardín donde padre era el anfitrión de la reunión con los nobles, los eruditos y otros hombres importantes de la prefectura. Era una deslumbrante tarde de verano; él no llevaba su sombrero de gobernador y los rayos del sol se filtraban por entre el laberinto de las ramas del roble, iluminando sus cabellos grises como una corona de plata.
Un monje al que yo jamás había visto con anterioridad pidió permiso para leerme el rostro.
–¡Qué extraordinario! –exclamó, y se inclinó para mirarme a los ojos–. Nunca había visto un rostro tan perfecto, un diseño tan inmaculado y tan lleno de inspiración. Contemplad la sien de este niño, la forma de su nariz y sus ojos. Este rostro alberga la misión del cielo.
Tuve que sonreír. Lo había engañado. Yo era la segunda hija de mi padre y su predilecta. A menudo solía vestirme con la túnica de un niño y me trataba como al hijo que no tenía. Madre no estaba de acuerdo con el juego, pero yo lo consideraba un gran honor.
–Sin embargo, es una pena que sea un niño –dijo el monje cuando los demás se acercaron y nos rodearon.
–¿Una pena? –preguntó padre, en un desacostumbrado tono de confusión–. ¿Por qué, Tripitaka?
Yo también sentía curiosidad. ¿Cómo podía ser que una niña fuese más valiosa que un niño?
–Si fuese una niña, con ese rostro... –dijo el monje Tripitaka, contemplándome con insistencia–, eclipsaría la luz del sol y brillaría más que la luna. Dirigiría el reino que gobierna a muchos hombres. Sería la madre de los emperadores del país, pero también sería la emperatriz en su propio nombre. Desmantelaría la casa de las mentiras pero construiría el templo de lo divino. Disolvería el reino de los fantasmas pero fundaría una dinastía de almas. Sería inmortal.
–¿Una mujer emperador? –preguntó padre, boquiabierto–. ¡Eso es imposible!
–Resulta difícil de explicar, gobernador, pero es verdad. No habría nadie antes de ella y nadie después.
–Pero esta niña no pertenece a la familia imperial.
–Sería su destino.
–Comprendo –dijo padre con expresión pensativa–. ¿Cómo podría una mujer reinar sobre el reino? –inquirió padre dirigiéndose al monje, aunque sin apartar los ojos de mí. Un brillo extraño asomó a su mirada.
–Ella debe padecer.
–¿Padecer qué?
–Las muertes.
–¿Las de quién?
Por toda respuesta, Tripitaka se limitó a volverse y a deslizar la mirada por la sala de recepción a través de la entrada del jardín en forma de luna, donde magníficos murales y antiguos biombos de madera de sándalo con incrustaciones de perlas y jade cubrían todas las paredes. Apoyados en ellas había preciosos cuencos y copas de cerámica, una reliquia de marfil del Buda –el tesoro más valorado de madre– y una rara colección de poemas de cuatrocientos años de antigüedad. En el centro de la sala estaba el objeto que todos los huéspedes de padre le envidiaban: una estatua de tamaño natural de un caballo de oro puro, un obsequio del emperador Gaozu, el fundador de la dinastía Tang, que le debía su reino a padre.
Tripitaka se volvió hacia padre una vez más, contemplándolo como quien observa a un hombre ahogándose en un río y no puede prestarle ayuda.
–Ahora me marcharé, respetado gobernador. Que la fortuna te proteja para siempre. Ofrecerte mis servicios es mi privilegio –dijo. Unió las manos, hizo una reverencia y se dispuso a partir.
Jamás logré explicar lo que hice después: corrí hasta él y tiré de su estola. Puede que sólo pretendiera despedirme, pero las palabras que escaparon de mi boca fueron:
‘‘Volveremos a encontrarnos.’’
Tripitaka me lanzó una mirada sorprendida. De pronto, como si acabara de comprender algo, asintió con la cabeza y, haciendo una profunda reverencia, dijo:
–Así será.
Cualquier otro niño de mi edad se hubiese sentido confuso o al menos incómodo. Pero yo, no. Sonreí, me retiré y cogí la mano de padre.
Después de aquel día jamás volví a llevar una prenda de niño y padre comenzó a redactar cartas y enviárselas al emperador Taizong, el hijo del emperador Gaozu, que había heredado el trono y residía en un gran palacio, en la ciudad de Chang’an. Cuando le pregunté por qué enviaba esas cartas, padre dijo que quería que yo fuera al palacio. Me explicó que existía una costumbre que consistía en que todos los años el soberano del reino escogía a varias doncellas para servirlo. Las doncellas debían proceder de familias nobles y tener más de trece años. Suponía un gran honor para las doncellas, pues una vez favorecidas por el emperador y convertidas en damas de alto rango, brindarían eterna fama y gloria a sus familias.
Padre se dedicó a enseñarme poemas clásicos, historia, caligrafía y matemáticas, y todas las noches antes de acostarme me pedía que recitara El arte de la guerra, de Sun Tzu. A menudo solía dormirme murmurando: ‘‘Toda guerra está basada en el engaño...’’
Pasaron los días, las estaciones y los años. Cuando cumplí los doce, un año antes de que el emperador Taizong me mandara llamar, padre me acompañó hasta la sepultura de nuestra familia. Parecía muy animado, caminaba con paso ligero y la cabeza erguida. Me contó viejas historias de cuando él, el hombre más acaudalado de la prefectura de Shanxi, había financiado la guerra del emperador Gaozu en la época en que este decidió rebelarse contra la dinastía Sui; relatos de cuando el emperador fue traicionado y obligado a huir, y padre abrió las puertas de nuestro inmenso hogar para acoger a su ejército; me habló de cómo, una vez ganada la guerra, el emperador Gaozu sugirió que padre se casara con madre, prima de la emperatriz, hija de un noble de renombre fiel al imperio que había perecido.
Agitando las largas mangas de su atuendo, padre me mostró las tierras onduladas que se extendían hasta el borde del sol: sus tierras, las tierras de mi familia.
–¿Me prometes que protegerás la fortuna y el honor de nuestra familia? –preguntó con los ojos brillantes.
Apreté los puños, asentí con aire solemne, y él se rio. Su voz se confundió con el aire tibio y resonó en las cimas de los lejanos cipreses.
Envuelta en el placer de haberlo complacido vi un par de ojos amarillos y prominentes atisbando desde los arbustos. Entonces el silencio se enseñoreó en el bosque, las aves dejaron de cantar y los rumores se apagaron. Una lluvia de hojas, piel y gotas rojas cayó del cielo y un alarido penetró en mis oídos. Tal vez lo había soltado yo, quizá padre, no estaba segura, porque todo se volvió negro y cuando recuperé el conocimiento estaba sentada ante la mesa con madre y mis dos hermanas, comiendo gachas de arroz con carne de cerdo picada.
Uno de nuestros criados entró apresuradamente en la sala de recepción, jadeando y con la cara empapada en sudor. Dijo que había ocurrido un accidente, que padre había caído de un risco y había muerto.
El día de su entierro los pálidos rayos del sol hendían la opaca neblina matutina que flotaba por encima de los senderos de montaña. Me acerqué lentamente a su tumba; una llaga reventó en uno de los dedos de mi pie, pero yo apenas lo noté. Ante mí un sacerdote –cuyo rostro estaba cubierto por una máscara cuadrada con cuatro ojos pintados– brincaba y danzaba, y cerca de él los campaneros agitaban sus pequeñas campanillas (...)