na historia de la violencia política contemporánea en México debería, al menos, remontarse a la década de los años 40 del siglo XX, el momento en que los conflictos que distinguieron a la Revolución Mexicana encontraron en el régimen corporativo la solución que definió la longeva estabilidad del antiguo sistema político. Un sistema que se caracterizó (a lo largo de cinco décadas) por el dominio de un partido único, que recurrió a las más disímbolas formas de represión, marginación y exclusión para mantener fuera (o al margen) de la esfera de la representación a las principales fuerzas de la oposición política y social.
Precisamente, en el próximo verano se celebrarán los 50 años del movimiento que expresó el anhelo de una sociedad (anhelo que se puede datar a lo largo de la década de los años 60) por desembarazarse del ostracismo de un régimen profundamente autoritario: la rebelión estudiantil. En aquel año, el sistema fue tocado en la médula de sus mecanismos de legitimación y reproducción. Y su respuesta fue doble: por un lado, un cúmulo, bastante fallido, de intentos de liberalización de la vida pública, que tuvieron que esperar hasta 1988 y la división del propio Partido Revolucionario Institucional para que éste perdiera la mayoría constitucional en el Congreso y, por otro, una nueva y abrasiva forma de violencia que alcanzó a los más diversos ámbitos de la sociedad: la guerra sucia.
El rasgo central de ésta, su terrible novedad, residió en las prácticas de la desaparición de los caídos. Súbitamente el Estado se evaporaba de la responsabilidad de sus propios actos, dejando tras de sí un estremecedor duelo inabarcable. La guerra sucia no sólo se concentró en el ataque a los movimientos guerrilleros, sino que se extendió a todos los ámbitos donde se generaban prácticas disyuntivas a las del sistema: organizaciones sindicales y campesinas, organismos de derechos humanos, comunidades indígenas, comités estudiantiles, partidos políticos –en particular, el Partido Comunista Mexicano– la izquierda católica, periodistas, bufetes de abogados… En 1989, alcanzó su cénit con las matanzas y desapariciones de los militantes del Frente Democrático Nacional. Su rasgo central fue muy visible: los aparatos de poder ejercieron este tipo de violencia contra quienes se oponían a las reglas elementales del sistema.
En los años 90, y sobre todo a partir de 2000, cuando el PAN ingresó a la Presidencia, las cosas volvieron a cambiar. La violencia de la desaparición ya no sólo se ejercería contra quienes se oponían al stablishment, sino contra poblaciones enteras. Fue Felipe Calderón quien codificó este nuevo tipo de guerra incivil, la cual podría caracterizarse como una suerte de subfalangismo. Me refiero, obviamente, al Yunque, que condensó uno de los centros de mando de esta inflexión.
No hay duda de que el PAN y el PRI son organismos distintos. Y la noción del PRIAN debería siempre mantenerse en tela de juicio. No hay que confundir una coalición con una amalgama. Pero fue sin duda el PAN el que aportó
este lado oscurísimo a la historia de la violencia en México. ¿En qué consistió este aporte
? En la despolitización radical de la vida pública, en la transformación y reducción de lo político a la distinción entre el criminal y el orden. Esta novedad inscrita en el ejercicio panista quedará como uno de los mayores traumas infringidos a la sociedad mexicana.
Que Peña Nieto proviniera de las filas de la Universidad Panamericana (UP) no es una casualidad. Es esa franja en que la extrema derecha mexicana encontró un sinfín de adeptos en las filas del PRI. Por cierto, la UP tiene en deuda retirarle el título al licenciado; aunque hay que reconocer, como decía un meme reciente, que al menos a Peña se le olvidaron los títulos de los libros que nunca leyó, mientras que a Meade se le olvidó el del libro que probablemente no escribió. Caray, ¿dónde se educan las élites mexicanas?
No hay que engañarse. Si hoy el sistema parlamentario –que no necesariamente democrático– ha puesto en crisis a los principales partidos que emergieron en 1988, se debe, en gran parte, a la transformación de la violencia en un abismo cotidiano, en una zozobra permanente ya no de quienes se oponen al orden, sino de cual sea; una zozobra sin salida previsible.
Uno de los desafíos centrales para quien obtenga el triunfo en los próximos comicios presidenciales será cómo encontrar salidas a este abismo. Las medidas no tienen por qué ser espectaculares ni anfractuosas, y en cambio pueden resultar realmente efectivas: subvención a la producción en el campo (para traer ingresos cuya falta es capitalizada por el narcotráfico), acuerdos con Estados Unidos sobre el tráfico de armas, garantizar que los jóvenes terminen sus carreras, trabajos dignos para los egresados… Y sí, que siga el endeudamiento externo, pero que al menos se destinen los fondos a estas causas y no a estrafalarios aeropuertos. Ninguna inversión puede justificar que no se concentre el gasto público en rehacer los tejidos sociales, que deslegitimen al crimen organizado. Sin paz no hay país. La clave es dejar de ver al crimen organizado como un dispositivo y una técnica de control de la población.
Esta decisión pasa por una inflexión central en el mundo público: el retorno de lo político. Una vez en las alturas del consenso social, Morena ha encontrado lo que todo el mundo encontró ahí desde hace más de un siglo: el lenguaje debe ser moderado. Pero eso no significa renunciar a la creación de un nuevo campo de sentido: el del rencuentro con la política, desechar la criminalización de la vida pública como método de gobierno. De esto depende, en gran medida, su capacidad de encontrar sus fuentes de legitimación.