Urge mayor equilibrio entre toro y torero, advertía el matador Manolo Espinosa Armillita
a magia está en la vida de cada día, no en falsos héroes de luces y sus cínicas declaraciones. El pasado jueves 3 de mayo se conmemoró el 107 aniversario del natalicio del torero más poderoso de la historia moderna –de pie, mexhincados–, el maestro Fermín Espinosa Saucedo, Armillita Chico, nacido en la hoy houstonizada ciudad de Saltillo, Coahuila, donde un Moreira patrocinó un museo-colgadero de la cultura taurina y otro Moreira, su hermano y sucesor, prohibió las corridas de toros en ese estado, en otro alarde de frivolidad de la clase política que hace décadas aparenta gobernar la República.
Ese jueves, mientras buscaba El mito de Sísifo, de Camus, saltó del armario un librito titulado La Biblia del ateo –El miedo cree: el valor duda
–, y dentro de éste los apuntes, que daba por perdidos, de una charla con el matador Manolo Espinosa en su ganadería de Aguascalientes, unos meses antes de su fallecimiento, el 9 de diciembre de 2016.
Primogénito del Maestro de Maestros, como también apodaban a Fermín Espinosa, Manolo fue poseedor de una tauromaquia sólida y refinada con la que logró destacar en diferentes países taurinos, y de una mano izquierda privilegiada, pero una grave lesión en el hombro derecho le impidió mayor regularidad en sus actuaciones. Ganadero de bravo con sus hijos Axel y Jean, poseyó además el don de la bonhomía, esa sencillez inteligente que hizo de él un conversador de lujo.
En una luminosa y amplia sala, admiro magníficos cuadros, varios dedicados, de Ruano Llopis, Navarrete, Souto, Roberto Domingo, Solleiro y Flores, acuarelas del propio Manolo, fotografías, esculturas, porcelanas, la mascarilla del Maestro con la apacible expresión de aquel titán, un originalísimo cuadro de Manolo del pincel de Octavio Ocampo y, detrás del escritorio, del mismo autor, un bello retrato al óleo de doña Ana Acuña, madre de Manolo.
Para quien desde niño escuchó hablar a sus mayores con profunda admiración del maestro Armillita, contemplar un extremo de la sala lo cimbró hasta la médula: en una vitrina, tres lujosos trajes de luces bordados en oro que pertenecieron al maestro Armilla: el de la izquierda, en color solferino, con grandes alamares y menor tamaño que los otros, fue para su debut de novillero en el Toreo de la Condesa; el del extremo derecho, con una chaquetilla recamada, sin alamares, cuando tomó la alternativa, y el de en medio, de mayores dimensiones, que lució la tarde de su despedida, ambos en color blanco. ¡Cuánta gloria en tan pequeño espacio!
Y Manolo Espinosa se arrancó de largo: “Se necesita una fiesta más ética, sobre todo en plazas importantes y de mayor tradición. Esa ética incluye ganado en puntas, servicios, asientos, toreros que compitan, toros que lastimen, rivalidades que interesen, estilos que contrasten, diversidad de encastes y promoción inteligente. Hoy, los empresarios son delegantes más que elegantes, delegan la visión, misión y mecánica de la empresa en operadores de bajo perfil. En la lidia habría que quitar un picador y poner más burladeros; sólo dos pares de banderillas y máximo tres pinchazos, nada de descabellos ni avisos. Urge mayor equilibrio entre toro y torero y darle más sentido social a la fiesta a través de una fundación nacional”. En la entrada principal, un mosaico avisa: Esta casa le debe todo a la fiesta de los toros, por eso aquí se respeta a ganaderos y toreros que le dan gloria, luz y grandeza. ¡Viva la fiesta de los toros!