l fragor de las campañas políticas de cara a las elecciones del próximo primero de julio, la renovada violencia delictiva y la incertidumbre en torno a la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte han vuelto a colocar en segundo plano el fenómeno migratorio en todas sus vertientes: la de la situación de amenaza y hostigamiento creciente que enfrentan nuestros connacionales por parte del gobierno de Donald Trump, el flujo de extranjeros que cruzan el territorio nacional con el propósito de llegar a Estados Unidos y la tensión bilateral generada por la decisión de la Casa Blanca de movilizar tropas de la Guardia Nacional a su lado de la frontera con el pretexto de que la caravana Viacrucis del Migrante representaba una amenaza a la seguridad de la mayor potencia del planeta.
Sin embargo, mal hacen las autoridades y la sociedad al restar importancia a estos temas, porque el acoso en contra de los mexicanos y latinoamericanos se endurece día tras día al otro lado del río Bravo, México sigue sin tener una política coherente para con los viajeros procedentes de países hermanos –humanista en el discurso, persecutoria en los hechos– y porque la economía nacional depende en parte de las remesas de los connacionales que viven y trabajan en Estados Unidos, y sin las cuales la crisis social que enfrenta el país sería, si cabe, mucho más profunda.
En efecto, de acuerdo con datos dados a conocer ayer por el Banco de México, los envíos de dinero procedentes de mexicanos en el extranjero (de territorio estadunidense, en su gran mayoría) sumaron más de 7 mil millones de dólares en el primer trimestre del año, una cifra 5 por ciento superior a la del mismo periodo de 2017. Tal monto supera al de la inversión extranjera directa y al que representan las exportaciones de petróleo, de acuerdo con un reporte del centro de estudios Diálogo Interamericano, con sede en Washington.
Así fuera por una razón pragmática, las instituciones nacionales tendrían que priorizar la defensa de esos trabajadores que son un sostén de la economía por encima de los inversionistas privados, y preocuparse por ellos al menos con la misma insistencia con la que se enfatiza la conveniencia de atraer capitales foráneos.
Ha pasado prácticamente inadvertida, por ejemplo, la pretensión de Texas, Alabama, Arkansas, Luisiana, Nebraska, Carolina del Sur y Virginia Occidental de acabar de manera definitiva con el programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), en sintonía con los deseos de Trump, lo que permitiría la deportación inmediata de unos 700 mil adultos jóvenes, en su gran mayoría mexicanos y latinoamericanos.
Asimismo, después de causar un relativo revuelo en los medios nacionales por su tránsito en territorio nacional, los grupos remanentes del Viacrucis del Migrante –que reúne a centroamericanos que abandonaron sus países para escapar de la violencia delictiva, la marginación social y la pobreza– permanecen varados en un campamento instalado en la garita de El Chaparral, en Tijuana, a la espera de que el país vecino acepte sus solicitudes de asilo. Ciento setenta y seis de las 370 personas que culminaron el recorrido –de las cerca de mil que partieron a finales de marzo desde la frontera sur de México– esperan la autorización para ingresar al lado estadunidense, pero hasta ayer las autoridades vecinas sólo habían aceptado ocho solicitudes.
El país debe fijarse como objetivo la plena despenalización de la migración, tanto por parte de Estados Unidos como en lo interno –en donde, por desgracia, la avanzada ley migratoria suele ser letra muerta–, pugnar por el reconocimiento de los derechos de los migrantes y poner sobre la mesa una realidad contundente: en tanto persistan las asimetrías económicas y sociales, la migración es necesaria y positiva para todas las partes, incluido, por supuesto, Estados Unidos.