n la actualidad, Semana Santa, para gran parte de la población, es básicamente un periodo vacacional; en tiempos pasados era un acontecimiento de carácter religioso, que se volvía también un encuentro social de importancia en la Ciudad de México. Lo conocemos por las textos que nos dejaron los viejos cronistas.
Hoy recordamos los testimonios que nos dejaron varios personajes del siglo XIX. Justo este día se conmemora el Domingo de Ramos; veamos lo que nos dice de esta ceremonia la escocesa Francis Erskine, mejor conocida como madame Calderón de la Barca. Vino a México a mediados de esa centuria como esposa del primer embajador de España después de la Independencia. Escribió unas cartas a sus familiares en las que describió la vida de la capital: personajes, costumbres, gastronomía, mentalidad y un sinfín de hechos que nos descubren con gran detalle la vida de la ciudad en esa época. Dice:
El Domingo de Ramos, por la mañana, fui a la Catedral, acompañada de la hija del ministro de Francia. No fue fácil abrirse camino a través de la multitud, pero al fin logramos llegar muy cerca del altar mayor... No había transcurrido mucho tiempo cuando la Catedral ofreció el aspecto de un bosque de palmas, agitado por un viento suave; y debajo de cada palma un indio casi desnudo; indios cuyos harapos cuelgan con maravillosa pertinencia; de cabelleras mates, largas y sucias en hombres y mujeres, rostros de bronce y una mirada dulce y quieta, que sólo puede alterar el anhelo con que ven acercarse a los sacerdotes
.
Otro de los cronistas que nos dejó maravillosas descripciones fue Antonio García Cubas. Con él recordamos los Altares de Dolores que se colocaban el Viernes Santo. Nos cuenta que los preparativos comenzaban días antes, cuando se untaban con agua de semillas de chía objetos de barro de graciosas formas, que en el momento del festejo estarían recubiertas de un fina pelusilla verde.
En el día señalado, la actividad comenzaba muy temprano por la mañana, cuando se acudía al desembarcadero de Roldán, en el corazón del barrio de La Merced, a comprar las flores que traían en sus canoas los productores de Iztacalco y Santa Anita. Amapolas, claveles, rosas y nardos en grandes manojos eran cargados por muchachos y mozos de cordel
que portaban grandes cestos y ofrecían sus servicios a los compradores; muchos aprovechaban para comprar hortalizas recién cosechadas y se refrescaban con las aguas que vendían por doquier las mujeres conocidas como chieras, en sus hermosos puestos adornados con grandes hojas y flores.
De regreso en casa, se colocaba una mesa recargada a la pared y se apilaban cajones de madera con el fin de crear gradas. En la pared clavaban una tela blanca dándole forma de pabellón, debajo del cual se colgaba un cuadro de la Virgen y encima un crucifijo. El improvisado altar se cubría con lienzos blancos adornados con listones de colores. En la colocación del altar solía participar toda la familia; algunos se ocupaban de dorar naranjas y formar banderitas con popotes y hojillas de plata y oro volador, otros en hacer las aguas de colores con las que se llenaban copas, botellones y cuantos vasos de cristal había disponible. Como no existían las anilinas actuales, nuestros ancestros se tornaban en alquimistas caseros para teñir las aguas con productos naturales.
La decoración la complementaban grandes velas de cera, por lo menos, una docena, adornadas con las banderitas de plata y oro volador. Iba ocupando su lugar el barro con su linda cubierta de chía en germinación y las naranjas doradas, los recipientes de aguas de colores, las flores y las lamparitas de aceite que ha-cían reverberar con brillantes destellos los coloridos líquidos.
Si no sale de vacaciones hay que aprovechar para cocinar sabroso en casa o ir a los mercados a disfrutar la comida típica de esta temporada: caldo de habas con su chorrito de aceite de oliva, trocitos de pan dorado y rajitas de chiles secos y, por supuesto, romeritos con tortitas de camarón y un rico pescado frito.