inalmente, el poder militar terminó por doblegar a su mando civil. Por miedo o cobardía, Enrique Peña Nieto terminó cediendo de manera voluntaria el poder civil al castrense. Volvió legal lo que ningún presidente civil había permitido en el México posrevolucionario por los peligros que entraña. Aunque en rigor, con la imperiosa necesidad
manifestada al impulsar una ley que busca amparar la actividad anticonstitucional de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública, buscaba protegerse a sí mismo.
La hora es difícil y sombría. Después de dos años de un pertinaz activismo político-deliberativo salpicado de chantajes, mentiras y de una propaganda demagógica a contrapelo de la Constitución y los tratados internacionales suscritos por México, los mandos militares impusieron su ley. Seguirán afuera de los cuarteles de manera indefinida, sin contrapesos institucionales y sin transparentar o rendir cuentas a nadie, con lo que se profundizará la estrategia de (in)seguridad militarizada diseñada por el Pentágono en el marco de la Iniciativa Mérida, que ha derivado en una catástrofe humanitaria con su cauda de torturas, ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas de personas y desplazamiento de población.
En lo que podría configurar un virtual golpe de Estado técnico, la aprobación por el Senado de la llamada ley de seguridad interior convertiría lo que hace 11 años Felipe Calderón promovió falsamente como una medida excepcional de carácter emergente y temporal, en la “petrificación de un statu quo” (Jan Jarab, comisionado de Derechos Humanos de la ONU, dixit) signado por una violencia estatal sin límites. Y así como el régimen anterior vivió bajo una forma de emergencia de lo permanente, ahora, con la nueva ley, la excepción se volverá regla.
Ese es el quid de la cuestión: la ley de seguridad interior busca dar protección jurídica a aquello que los militares han venido haciendo de manera irregular y extralegal. La exigencia de los mandos de regular el uso de la fuerza
de unas instituciones armadas preparadas para exterminar al enemigo
, busca constitucionalizar esa práctica; sólo que ninguna ley permite torturar, matar o desaparecer personas. Pero además, ahora, bajo presión castrense, la aprobación senatorial de la iniciativa de un Presidente frívolo y pusilánime, darán al Ejército y a la Marina atribuciones que no deberían tener (máxime sin una declaración de guerra): tareas de investigación, persecución de delitos, control social o espionaje sobre la población y represión. Se legalizará, pues, la claudicación de los poderes civiles frente a la casta militar. Mala cosa.
Como en la metáfora del huevo de la serpiente del clásico filme de Bergman, a través de la membrana del actual régimen de dominación cualquiera puede ver el futuro: ante la agudización de la guerra de clases (Warren Buffett dixit) y la actual insurgencia plutocrática
(Thomas Bunker) disciplinadora y depredadora; en la antesala de un año electoral y con la intención manifiesta de los poderes fácticos de imponer como sea al débil y dócil tecnoburócrata del bunker neoliberal José Antonio Meade, se incuba en México un bordaberrazo o fujimorazo. Un régimen arbitrario y despótico de corte cívico-militar, como los encarnados por Juan María Bordaberry y Alberto Fujimori en Uruguay y Perú, en décadas pasadas (ambos terminaron en la cárcel), donde la suspensión de garantías individuales podrá ser aplicada de manera discrecional por el presidente de turno con respaldo militar, y en el cual sus guardias pretorianas −al amparo de una renovada doctrina de seguridad nacional que define al enemigo interno− seguirán actuando por razones geopolíticas como un Ejército de ocupación (nativo) de su propio país, en acatamiento y tácita sumisión a las directivas emanadas desde Pentágono vía la Iniciativa Mérida.
Las ambigüedades de la ley, incluidas las imprecisiones conceptuales que surgen de mezclar la seguridad nacional con la seguridad interior, encarnan potenciales riesgos. En el contexto de la seguridad nacional −y con el artificioso truco legal de que sus acciones no serán de seguridad pública
, sino de seguridad interior
−, la imposición de una reserva de hasta por 20 años sobre la recolección de datos (de inteligencia) que se generen con motivo de la aplicación de la ley (que incluirán la intervención telefónica, de computadoras, correos electrónicos y correspondencia), hará nugatoria cualquier expectativa de transparencia y rendición de cuentas.
Asimismo, la ley va contra las víctimas y el acceso a la justicia, y está diseñada para dificultar litigar en instancias internacionales. Argumentando razones de seguridad nacional, la Sedena y la Semar van a negar cualquier información sobre sistemáticas prácticas ilegales (torturas) o despliegues castrenses que involucren violaciones a derechos humanos −con alto índice de letalidad o no−, que no se podrán documentar, perpetuándose así la actual impunidad y la repetición de crímenes de lesa humanidad de factura militar.
Desde 2006, al aplicar las directivas encubiertas de Estados Unidos, el Estado mexicano abandonó y obstaculizó de manera deliberada las tareas de seguridad pública o ciudadana, que en términos del artículo 21 Constitucional corresponden de manera exclusiva a las policías civiles. La militarización de la seguridad y la sociedad mexicana responde a la agenda geopolítica de Washington; no se trató de una estrategia fallida: era previsible que a mayor militarización, mayor violencia; 2017 fue un año trágico. Peña Nieto rompió récords históricos en materia de desapariciones y homicidios dolosos. Pero este año marcó también la mayor asociación clientelar y sumisa de los responsables de las fuerzas armadas locales al Pentágono y la administración Trump.
Un viejo apotegma dice que las bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas. Peña Nieto debería saberlo; la manada legislativa también. Gedeón lo sabía: en la violencia prosperan y se consolidan los más fuertes…