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Soledad Puértolas: una gran compañera de viaje
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ocos discursos de ingreso a la Academia de la Lengua tan excelentes como el de Soledad Puértolas, el 21 de noviembre de 2010, cuando habló de los personajes secundarios del Quijote y los llamó aliados. Muy importante fue la contestación de José María Merino que aquí reproduzco, al menos un fragmento, porque siento que me toca de cerca: “La concisión, esa voluntad de economía verbal para conseguir la expresión exacta, que en su caso algún estudioso ha denominado ‘retórica del silencio’, es para ella un principio irrenunciable, y no está sólo en los términos utilizados y su ordenación formal, sino en la misma concepción argumental de sus ficciones. Con el correr de los años y de los libros, se ha hecho menos estricta la austeridad extrema en la composición del discurso narrativo que señaló sus inicios, pero nunca ha renunciado a la brevedad ajustada, cabal, de una expresión que va definiendo la realidad que captan los sentidos con una meticulosidad tan certera como inquietante”.

Desde que ganó el Premio Sésamo en 1979 con su novela El bandido doblemente armado, Soledad Puértolas se hizo de un público que espera cada año un libro suyo con la fidelidad de Job. En el prólogo a sus Obras escogidas, Daniel Fernández, editor de Edhasa, escribe: ¿Qué nos fascinó tanto de Soledad en aquellos años 80? ¿y por qué le hemos sido tan fieles? (…) la respuesta es obligada: Soledad Puértolas escribía como si no fuese española o, por decirlo de forma aún más tajante, como si una parte importante de lo que había sido la novela española no fuese con ella. Escribía un castellano casi desnudo y nada artificioso, dominaba la narración, supo desde este principio mismo de su obra poseer e imponer una voz narrativa, crear un narrador, un relator que, sin embargo, estaba y no estaba implicado, que era también, evidentemente, un personaje”.

Para Soledad Puértolas escribir no es un trabajo –repite en varias ocasiones–, tampoco un ocio, sino una mezcla de ambos, y también una fuerza sin la que le sería imposible vivir, así como no podría vivir sin su labrador, porque no concibe una casa sin un perro.

Soledad se define como poco curiosa, y algo de eso se percibe en su literatura: sus personajes son quienes observan, se adentran y se la juegan; la autora los mantiene a raya. Ajenos a su vida, les ordena que se metan con otros, que los espíen, los analicen y los imiten. Quizá por eso su libro más personal sea Con mi madre, en cuyas páginas vemos a la hija que cada tarde sale llena de angustia y abatimiento del hospital en el que su madre lucha contra el dolor y la muerte. Soledad es la hija que piensa: Cuando mi madre no esté me vendré abajo, pero después de la partida de Ana María, continúa yendo a nadar cada mañana, acomodando la casa que por momentos parece venirse abajo, preparando la cena para sus hijos, y, ante todo y sobre todo, escribiendo para conjurar los recuerdos.

Autora de la editorial Anagrama y de muchos ensayos sobre literatura desde hace años, ha dicho que lo único que tiene peso en la vida del escritor es el hecho de sentarse frente a la página en blanco, y el tiempo inabarcable, a veces lento, a veces hostil. La única realidad tangible es estar escribiendo, estar luchando con las palabras y con la vida que a través de ella se expresa o se oculta. En el acto de escribir está su identidad.

Nos entrega Con mi madre, ese libro que nos identifica como mujeres, como madres y como hijas, y algo tiene que ver con Una muerte muy dulce, de Simone de Beauvoir, o Andrés Henestrosa en su Retrato de mi madre, publicado en 1940. No es casual anclarse en este libro porque en él nos enteramos del amor de Soledad por la literatura. Amor que nace a los escasos tres años, cuando madre e hija enfermaron de tifus –enfermedad mortal entonces– y cuya convalecencia las recluyó en uno de los dormitorios de la casa de su abuela en Pamplona. ¿Cuánto tiempo duró la reclusión? ¿Un mes, dos, tres? Soledad no lo sabe ni le interesa: Aquel tiempo ocupa un bloque importante dentro de mis recuerdos y sé que mi vida no habría sido la misma si mi memoria no hubiera guardado en un lugar especial esa suma de días que conviví con mi madre. Lo importante aquí es que los cuentos que su madre le leyó durante el aislamiento quedaron grabados en su memoria y una vez aliviada, la niña buscó los libros que se convirtieron en sus primeras lecturas. Desde entonces no ha dejado de leer, de informarse, de estudiar y de escribir desde sus cuentos de Una enfermedad moral hasta La rosa de plata o Mi amor en vano, aunque Soledad se incline por un género que a mí me parece más difícil, el del cuento.

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Soledad Puértolas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en una imagen tomada de la red social Facebook de Anagrama

Entre su producción destacan novela, biografía, cuentos al por mayor y ensayo, género que le valió el Premio Anagrama en 1993 con La vida oculta, conjunto de reflexiones sobre la escritura y la lectura que nos lleva del ocio y los consejos a un escritor hasta la obra de Thomas Mann, Virginia Woolf, Flaubert, Kafka, Tolstoi, Pavese, Montaigne, Proust, Pessoa y, por supuesto, Cervantes, porque Don Quijote es uno de sus libros preferidos al grado de intercalar escenas del Quijote en el piso de mosaico de su casa.

La conocí en Estados Unidos, hace muchos años porque en las universidades de California, en Los Ángeles, Davis, Berkeley, San Diego, Santa Bárbara, Irvine invitaron a varias escritoras hispanohablantes a participar en mesas redondas. Asistieron algunas españolas recién liberadas por la muerte de Franco y latinoamericanas tímidas y apocadas por venir de un continente en el que sucesivos y ridículos dictadores habían hecho ley. Coincidí con Soledad en Davis, California, una universidad pueblerina y bicicletera en la que la facultad más reconocida es la de veterinaria. No recuerdo a sus compañeras, pero sí que proponían un nuevo Kama Sutra de tan liberadas y practicantes. Entre ellas, Soledad Puértolas destacaba por su actitud monjil, el pudor de su blusa blanca subida hasta el cuello y la quietud de sus manos también recatadas. La única que no hablaba de cómo hacer el amor era Soledad; la reencontré en Madrid en 2001, porque –generosa– me hizo una entrevista pública en la Casa de América.

En su discurso de ingreso a la Real Academia Española, el 28 de enero de 2010, Soledad Puértolas eligió hablar de los personajes secundarios del Quijote. Quinta mujer en ingresar a la Real Academia Española (RAE) desde su fundación, hace 303 años, explicó con voz pausada: Tengo debilidad por los secundarios, por aquellos a quienes en los diferentes órdenes de la vida y del arte les toca ocupar posiciones marginales y a quienes de pronto descubre la mirada de un espectador, un lector, un amigo o un desconocido.

Sus compañeros de la Real Academia coinciden en que sabe escuchar y entablar un diálogo enriquecedor con sus interlocutores a diferencia de otras mujeres que no pierden una sola oportunidad de exhibir su ingenio. José María Merino, su colega en la RAE, describe su estilo como una retórica del silencio porque no se apoya en el artificio dramático, elige la palabra exacta, dice lo necesario e involucra al lector sin forzarlo. O como decimos en México, Soledad no le hace al cuento.

Los personajes de Puértolas viven en la paradoja y la contradicción, cruzan la línea de lo políticamente correcto, se salen de cauce con facilidad y no tienen empacho en mostrar sus debilidades y reflexionar sobre su papel en la vida, la soledad, el desamor y el vacío existencial. La mujer es siempre personaje central, aunque a veces simule apoyarse en el marido, hermano, padre, hijo, amigo o amante. De pronto salta como delfín fuera del agua y la vemos emplearse como au pair o vencer una depresión, como sucede en los excelentes relatos de Compañeras de viaje, en los que las protagonistas se encuentran a sí mismas y se descubren como la mejor compañía.

Soledad nos ve como sus compañeras de travesía. Y ella sabe mucho de viajes, porque a los 14 años abandonó el colegio de monjas en su natal Zaragoza para mudarse a Madrid. Ahí su militancia en la antifranquista Federación Universitaria Democrática Española la obligó a dejar la carrera de Ciencias Políticas. Luego vendrían Bilbao, Noruega y California que le hicieron descubrir su verdadera vocación.

Cuando sus hijos eran mayores, Soledad descubrió otra inspiración: nadar. Así, cada mañana, concentrada en mejorar crol, dorso y mariposa, raya la piscina a lo largo y a lo ancho como si atravesara una página en blanco. Escribir y nadar son sus dos pasiones y en ambas se desliza como pez en el agua. Sus lectores –casi siempre náufragos, como yo– la esperamos en la orilla para subir a su balsa de letras flotantes que ha de rescatarnos, llevarnos a buen puerto y aliviarnos de nuestras miserias cotidianas.