Alejandro Solalinde, sacerdote católico, licenciado en historia y maestro en sicología con especialidad en terapia familiar, es también un férreo defensor de los migrantes, quienes en su trayecto al cruzar México son asaltados, violados, secuestrados y asesinados por bandas delictivas, muchas veces con la complicidad de autoridades de todos los niveles, como ha denunciado en muchas ocasiones el clérigo. La antropóloga Ana Luz Minera recoge el testimonio del sacerdote mexicano para narrar la historia de su vida, su trayectoria y su albergue en Ixtepec, Oaxaca, en el libro Solalinde: los migrantes del sur. Con autorización de la editorial Los Libros del Lince presentamos a los lectores de La Jornada un adelanto de esa obra que se encuentra ya en librerías.
l estar en la mira de muchos que quisieran desaparecerme, y que en cualquier momento pueden hacerlo, pensé que era necesario dejar un testimonio más acerca de mi experiencia con mis hermanas y hermanos migrantes. Son muchos los intereses que he estorbado del crimen organizado y del crimen autorizado. El acompañamiento a estas personas tan vulnerables, víctimas del sistema capitalista, de la indiferencia de una gran mayoría de compatriotas, así como de la acción y la omisión de gobiernos corruptos, incondicionales de intereses extra nacionales, se ha convertido para mí en una aventura pastoral extrema en la que todo puede suceder pero, sobre todo, en la que cada instante que permanezca con vida es un recurso de lucha por esta causa. El riesgo vale la pena.
Es tiempo de que la gente conozca abiertamente la gran injusticia que se está cometiendo con nuestros más pobres del sur: que se sepa de una vez por todas que se trata de una masacre, un genocidio, ¡un holocausto!
Es posible que el siglo XXI no tome conciencia aún de la magnitud de esta destrucción humana, perpetrada desde el siglo XX y continuada sin interrupción hasta nuestros días. Cuando generaciones venideras tomen conciencia de ello, el mundo se llenará de horror y de vergüenza y experimentará sentimientos de culpa, pero ya ni siquiera estarán los responsables de esta brutal agresión contra la humanidad. Aunque estos crímenes no prescriban, será tarde para llamar a cuentas a los perpetradores. Porque el sistema tiene nombres y apellidos.
Este libro se escribió para tocar el corazón de hombres y mujeres de buena voluntad que nacieron en una época turbulenta de grandes transformaciones ante cuyos ojos transcurren personas en situación de movilidad sin precedentes. Mujeres y hombres; niños, jóvenes y ancianos migrantes desfilando por la banda de la violencia. ¡Todos, ellos y ellas, son el mayor signo de nuestro tiempo! Si no comprendemos su significado, más allá de sólo verlos como víctimas, ¡no estamos entendiendo nuestra época! Sin la lectura profunda de su paso, nos quedaremos sin saber lo que nos ha sucedido como humanidad, lo que realmente estamos viviendo y lo que nos espera.
Nuestras hermanas y nuestros hermanos del sur son ciertamente una señal inequívoca de lo que estamos haciendo con nosotros mismos; de la brutalidad y el desamor; pero ellas y ellos son, principalmente, el anuncio de un mundo mejor que está por venir. ¡Pero un mundo migrante! ¡Sí, el futuro de la humanidad es migrante!
Esta obra es un llamado a la conciencia social. En nuestras culturas iberoamericanas, latinas vivimos aún la importancia de la familia como un espacio vital para el desarrollo humano. Por ello, dirijo mi mensaje a la consideración de cómo se están destruyendo miles y miles de familias a causa de la emigración forzada, destrucción que repercutirá, tarde o temprano, en el resto del género humano, porque somos una sola humanidad cada vez más interdependiente e inteactuante. Somos un sistema de sistemas humanos.
Hoy, una enorme porción de los seres humanos han perdido el sentido comunitario; parte de la gente se ve como algo aislado, como si fuesen células encapsuladas, sin conexión con sus vecinos. Esto es más notorio en Estados Unidos, donde lo más común es tratar poco o nada a los vecinos, consecuencia del individualismo capitalista que confunde la legítima necesidad de disfrutar de un espacio privado para la familia con una casi habitual ignorancia de quienes viven al lado nuestro, con lo que se pierde la oportunidad de convivir abiertamente con una gran diversidad de culturas y otras realidades. Es por ello que la sola idea de una posible globalización de la solidaridad escapa a la mentalidad egoísta neoliberal.
Los pueblos originarios del sur conservan el sentido comunitario de la fiesta compartida. Los pobres son capaces de ahorrar para costear la fiesta patronal de su pueblo, la mayordomía, y darle de comer, así, a todos sus paisanos, aunque después se queden sin nada y a veces hasta endeudados. Una persona con mentalidad capitalista no lo entiende; dirá que es una tontería, una irresponsabilidad, porque para él, el valor está en preferir el dinero, ahorrar; no le dicen nada el prestigio y la autoridad moral que el mayordomo de una fiesta religiosa adquiere una vez cumplido su compromiso.
En este libro, los lectores podrán conocer experiencias humanas significativas; testimonios que son verdaderas lecciones de vida. Porque hay fenómenos desgarradores, de los que con frecuencia somos testigos en el Albergue, como el desplazamiento forzado de mujeres que con sus niños huyen de la violencia, o niños y adolescentes no acompañados emigrando hacia un lugar incierto, en medio de situaciones peligrosas que pueden marcar su vida, destruirla o incluso acabar con ella.
Precisamente, este tema tan sensible lo aborda la maestra Ana Luz Minera, quien realiza una minuciosa investigación para su tesis doctoral acerca de niñas, niños y adolescentes migrantes que viajan no acompañados. Ana Luz estuvo realizando su observación in situ, platicando por horas, días, semanas, meses, con personas migrantes y conmigo, inquiriendo los principales aspectos y los momentos cruciales de la migración regional. Por eso su información resulta sumamente rica, profunda y emotiva. Ella explora en el libro campos trascendentes de la fe, la espiritualidad del camino; cómo Dios ha estado presente en mi vida y en la vida del albergue y en toda la ruta migratoria donde Jesús ha encontrado un abrigo en cada casa, en cada albergue de migrantes en muchos sitios de la República Mexicana, con personas generosas, valientes y dispuestas a jugársela por nuestras hermanas y hermanos migrantes.
Insisto en que para una mejor comprensión del drama de la migración actual y su relación con el eje transversal de los derechos humanos, se requiere una consideración más detenida de lo que nos está pasando en estos comienzos del siglo XXI.
Insisto en que para una mejor comprensión del drama de la migración actual y su relación con el eje transversal de los derechos humanos, se requiere una consideración más detenida de lo que nos está pasando en estos comienzos del siglo XXI.
Politólogos, economistas, analistas, académicos, geoestrategas, hablan de una descomposición sistémica capitalista global, a la par de una crisis civilizatoria. Señalan, asimismo, un estrepitoso derrumbamiento de las instituciones de la modernidad, siendo una de las más influyentes la Iglesia Católica, otrora considerada como factor clave de la estabilidad mundial. Si bien es cierto que la Iglesia prevalecerá, no está exenta de crisis y de la necesidad de reformas recurrentes.
Aunado a lo anterior, es por demás notoria la pérdida del sentido de la vida a causa del debilitamiento de los valores humanos y espirituales; del sentido ético; de las buenas prácticas de convivencia social, de una fe reducida a la simple práctica de actos religiosos. Se ha ido perdiendo el sentido existencial profundo debido al materialismo, el consumismo, las farmacodependencias, la violencia, la destrucción, el individualismo cada vez más comunes en nuestras sociedades capitalistas.
Sí, sí estamos ante una crisis humanitaria migratoria global. Existen más de 140 millones de personas desplazándose a lugares distintos a los de su origen por motivo de violencia, empobrecimiento, búsqueda de mejores oportunidades, cambios climáticos. Transitamos de la visión moderna, con valores, conceptos considerados absolutos, incuestionables y perennes, al pensamiento posmoderno, fragmentario, plural, relativista y sin control. Asimismo, se está gestando una lenta superación de estructuras autoritarias que han uniformado y controlado la diversidad humana, ya reconocida en esta época.
Por otra parte, los sistemas capitalista y socialista siguen en tensión, después de años de haber cesado la Guerra Fría hay también un impacto transformador en los campos: cultural, religioso, legal, político, social y en el de los poderes fácticos. La irrupción del importante factor migratorio es visto como una amenaza al estatus establecido por las hegemonías oligárquicas dominantes, a pesar de haber sido ellas las que provocaron la migración forzada.
Un factor dialéctico de suma importancia en esta crisis generalizada es la aparición y el desarrollo de los derechos humanos, signo del avance indiscutible de luchas y consensos de la Comunidad Internacional. Estos derechos surgen en el mundo cristiano occidental, cuya fuente y fundamentación encuentra su origen en la persona, la vida y la enseñanza del Joven galileo. En efecto, Jesús de Nazaret, en el siglo I, sienta las bases del reconocimiento de la dignidad y la igualdad de todo ser humano; prioriza la justicia; reconoce e integra a la mujer en su discurso y en su práctica; presenta a Dios como Padre, pero con sentimientos y actitudes maternas, preocupado por la suerte de la humanidad y especialmente por los pequeños, los más vulnerables y los pecadores. Parte de un estado de cosas desastroso hacia un modelo de relación ideal identificado con el Reino de Dios. El Joven nazareno enseñó a sus discípulos y discípulas que lo más importante es la centralidad de las personas. En una ocasión, reubicó a un hombre tullido de la orilla al centro de la sinagoga.
Los derechos humanos nacen en el marco de la Revolución francesa, en 1789, con la participación, entre otros muchos, de cristianos revolucionarios, algunos de ellos, ex alumnos jesuitas. Luego de pasar por el Humanismo del Renacimiento, cuando las ciencias se emancipan de la tutela religiosa, el Estado, ya al final del siglo XVIII, se independiza del poder eclesiástico. Así, la Revolución francesa es consecuencia de ambos movimientos culturales, tras los que se logra definir la forma republicana proclamándose valores revolucionarios como la libertad, la igualdad y la fraternidad y estableciendo los derechos del hombre y del ciudadano, independientes de las instancias religiosas.
El Vaticano reaccionó como Estado; el Papa Pío VI condenó dichos valores, calificándolos de heréticos y, en alianza con el episcopado francés, se opuso a la libertad religiosa, de expresión y de conciencia, posición que fue reiterada por el Papa Pío IX.
Hasta que, por fin, después de 200 años, la Iglesia Católica reconoció los postulados de la Revolución francesa en el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965). De hecho, estos ideales revolucionarios contienen valores evangélicos, pero fueron rechazados en su momento por el poder eclesiástico debido a que lesionaban sus intereses de Estado; sin embargo, la Santa Sede tuvo que reconocerlos años después.
Los Derechos humanos han ido formando la conciencia social y ayudando a perder el miedo; han favorecido una sana autonomía frente a instituciones autoritarias; son parte de un nuevo humanismo del movimiento global ciudadano; apuntan hacia una ciudadanía mundial cuyo eje sea una cultura basada en ellos a modo de frente común contra el dominio explotador del sistema capitalista o de cualquier otro que abuse de la ciudadanía.
Contrariamente a esta cultura de los derechos humanos en crecimiento se ha generalizado todo tipo de atropellos contra personas en situación de movilidad: acciones bárbaras y violentas como las que se perpetran en México en clara contradicción entre la teoría y la práctica, es decir, entre la buena legislación y su inoperancia; entre el discurso oficial y su incongruencia con la realidad cotidiana. La comunidad internacional ha condenado al gobierno mexicano en diversos espacios y, por supuesto, este gobierno ha rechazado una y otra vez la censura de estos observadores internacionales de autoridad moral.
En el mapa regional, Centroamérica, México y Estados Unidos, se violan sistemáticamente los derechos humanos, en particular en nuestro país.
Corrupción, impunidad, injusticia; abandono de los sectores más vulnerables; servilismo ante intereses mezquinos; actos ilícitos que generan extorsiones, empobrecimiento, desigualdad; desapariciones forzadas; tortura, ejecuciones extrajudiciales, represión; maltrato a migrantes; persecución de defensores de derechos humanos y periodistas; secuestros, tráfico de armas, de estupefacientes. En el marco de este panorama regional, la crisis miratoria se agudiza: lejos de mejorar la situación de los países de origen, empeora para las personas migrantes, siendo los más afectados: niñas, niños, mujeres, adolescentes y adultos mayores.
En El Salvador, además de la precaria economía prácticamente remesaria, se agudiza cada día más el enfrentamiento entre el Estado y el poder fáctico de las maras. Con el nombramiento del cardenal Rosa Chávez se abre una oportunidad esperanzadora ante la crisis social de este país hermano, pues bien sabemos de su trayectoria pastoral comprometida y profética. El camino es la caridad pastoral, no la represión y el exterminio.
Honduras es un país que se ha ido desfigurando y transformando en un territorio dominado por la oligarquía, abierto a todas las inversiones capitalistas a costa del desplazamiento de la población empobrecida que huye de la violencia hacia E.U. Las familias árabes e italianas que se apoderaron del país han ido exterminando a los pobres y propiciando la emigración forzada. ¡Claro, con la bendición del cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, quien vive cómodamente en el Vaticano mientras su pueblo se hunde en la miseria y la violencia!
De Guatemala reportan los migrantes la presencia de maras, crimen organizado, armamentismo entre la población y, sobre todo, el permanente flujo de emigración indígena. Es estimulante que este país hermano está dando pasos importantes contra la corrupción y la impunidad, aunque sigue ocupando el tercer lugar en número de transmigrantes en nuestros albergues.
Aunado a las terribles condiciones de origen, los transmigrantes tienen que sobrevivir a los peligros de su paso por México, agredidos por la delincuencia organizada, la corrupción de agentes estatales, sobre todo del Instituto Nacional de Migración. Ellas y ellos se han convertido en una jugosa mercancía, víctimas de un sistema de justicia corrupto e impune. Sólo en el último año, nuestro Albergue Hermanos en el Camino
ha presentado 811 denuncias penales ante la Fiscalía de delitos contra la población migrante; de éstas, ¡sólo dos han prosperado!
La crisis mexicana de derechos humanos y la descomposición nacional en general han impactado fuertemente a la población migrante. Si los connacionales no gozan de protección, los extranjeros menos, especialmente en lo que respecta a desapariciones forzadas, ahí es donde son más vulnerables.
El Movimiento Migrante Mesoamericano estima en cerca de 70 mil las personas desaparecidas, mientras que otras organizaciones y colectivos registramos más de 10 mil. En algunos casos a los que les dimos seguimiento, los hallazgos fueron: migrantes tratados con fines de explotación laboral o sexual; cárceles, fosas comunes entre oficiales y clandestinas, como la del MP de Coatzacoalcos, Veracruz. Muchas de esta personas se reportaron por última vez precisamente en este estado. También en Tabasco y en la Unión Americana.
Hay grupos enteros de los cuales no volvimos a saber nada, desaparecidos en autobuses o en el tren. Sabemos de casos en que algunos migrantes fueron reclutados por el crimen organizado, sí, como otros en que, por haberse negado, fueron asesinados, como en la masacre de San Fernando, Tamaulipas, en torno a la cual, por cierto, ha prevalecido el encubrimiento de elementos del ejército, pertenecientes al cártel de los Zetas. A siete años de este crimen de lesa humanidad, sigue imperando la impunidad. Cuando sucedió este crimen colectivo que conmocionó al mundo, se pensó que la situación para los y las migrantes iba a mejorar. A duras penas se sabe ahora que el capitán Alger Francisco Alba Arce, preso en el Campo Militar I, es señalado como uno de los perpetradores de la masacre de San Fernando, pero no ha sido sentenciado aún, debido a la complicidad de jueces que le han otorgado amparos a discreción.
Otros muchos fueron cruelmente asesinados por no poder pagar el dinero de su secuestro. Todos estos casos permanecen impunes, sin esclarecerse, mientras grupos de migrantes que huyen de la violencia y de la miseria siguen cruzando el territorio nacional, más expuestos que antes.
Desde que el gobierno mexicano lanzó su Programa de la Frontera Sur bajo la careta de desarrollo regional y derechos humanos, el 7 de julio de 2014 (un vil operativo policiaco supervisado directamente por agentes estadounidenses), el flujo migratorio ha tenido que pagar más y arriesgarse más, ¡pero siguen pasando de muchas maneras! Ya son muchos los casos de transportación de migrantes en tráilers y camiones Torton. El Estado mexicano conoce perfectamente las terribles condiciones de vida en los países de origen y nada hace por apoyar a nuestros hermanos del sur, pero sí, en cambio, hace el trabajo sucio pagado por E.U.
¿Qué pasa, Estados Unidos y su sirviente incondicional, el gobierno de Peña Nieto, no pueden comprender que estamos hablado de una crisis humanitaria? Estados Unidos debería reconocer su responsabilidad en el enorme deterioro económico, social y cultural de los países sureños. Gente como Donald Trump nunca lo va a reconocer, pero ciudadanos estadunidenses justos, sí (...)