os atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington causaron 2 mil 873 muertos y 24 desaparecidos, además de los 19 atacantes identificados por las autoridades de Estados Unidos. Una repetición de ese acto de barbarie habría sido casi imposible porque de inmediato el gobierno de George W. Bush impuso (y le impuso al mundo) medidas de seguridad que dejaron en cero las posibilidades de que un puñado de suicidas secuestrara en forma simultánea varias aeronaves de pasajeros y las estrellara en edificios. Las fallas de inteligencia fueron subsanadas (por ejemplo, en el país vecino ya no es fácil inscribirse a una academia de vuelo sólo para aprender las maniobras necesarias para estrellar aviones), las puertas de las cabinas de las aeronaves comerciales fueron dotadas de mecanismos que impedían su apertura desde el área de pasajeros, las revisiones en los aeropuertos adquirieron un rigor semejante al de las auscultaciones médicas, se obligó a las aerolíneas a entregar a Washington las listas de sus clientes y éstas fueron cotejadas de manera sistemática con los registros de enemigos reales o imaginarios de Estados Unidos. Puede decirse que, aunque excesivas y abusivas en muchos casos, tales medidas eran estrictamente defensivas.
En cambio, la invasión de Afganistán emprendida por Bush y sus aliados unos meses más tarde, no fue un acto de defensa sino de venganza. Para cobrar la afrenta del 11 de septiembre las tropas de la superpotencia y de sus gobiernos amigos tuvieron más bajas fatales que las sufridas en los atentados (3 mil 485 versus 2 mil 873), causaron la muerte de 150 mil personas en el país invadido y en Pakistán la invasión llevó al desplazamiento de un millón 200 mil personas. En 2003 la Casa Blanca no dejó de esgrimir el 11-S como casus belli, a pesar de que Saddam Hussein, independientemente de la clase de gobernante que hubiera sido, no tuvo nada que ver con aquellos ataques. En esa aventura bélica la coalición encabezada por Washington perdió a 7 mil 17 militares y contratistas y mató a unos 140 mil iraquíes, entre soldados, milicianos y civiles. Esa guerra tampoco podría calificarse de defensiva porque hacia 2003 el Irak de Saddam no representaba amenaza alguna para Estados Unidos ni mantenía vínculos de ninguna clase con Al Qaeda.
Auténticamente defensivo sería que la clase política de Washington se pusiera de acuerdo de una vez por todas para restringir el arsenal actualmente en poder de civiles estadunidenses –se calcula en 300 millones de armas de fuego– que cada año causa 10 veces más muertes que los atentados del 11-S. Pero no: cuando los sobrevivientes del tiroteo del 1º de octubre en Las Vegas (60 víctimas mortales) aún no se reponían de la pesadilla, y cuando los deudos del atropellamiento de hace una semana en Manhattan aún no terminaban de enterrar a sus muertos, un militar despedido mató a 26 personas en una iglesia del pequeño pueblo texano Sutherland Springs. De inmediato, Donald Trump, de gira por Asia, salió a decir que no es una situación imputable a las armas
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Tal vez haya algo de cierto en sus palabras y el armamentismo ciudadano de Estados Unidos sea, en última instancia, consecuencia de una cultura violenta, de relaciones sociales proclives a la violencia y de los promontorios de poder más violentos del mundo: los que él encabeza como jefe de Estado.
En países pequeños sobre los que penden amenazas militares directas, algunos gobiernos han repartido fusiles de asalto entre la población, con legítimos propósitos de defensa y de seguridad nacional, pero los poseedores del armamento no matan a sus conciudadanos por mera intolerancia a la frustración. O sea que la tenencia de armas por parte de civiles no es necesariamente la raíz del problema. La razón de estas masacres parece ser más bien el ejemplo histórico que un Estado violento ha infundido a una alarmante porción de sus gobernados. Década tras década, año con año, mes tras mes y día tras día, la política exterior de Washington actúa bajo la premisa de que los conflictos se resuelven a balazos, a cañonazos y a bombardeos. La actuación de los cuerpos de policía indica la existencia de directivas de disparar a matar en caso de leve sospecha. Ultimadamente, en el país vecino la fuerza sustituye con excesiva frecuencia a la razón. Y es que ejercer la primera es mucho más fácil (y menos frustrante) que afanarse en la segunda.
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