l terremoto del 19 de septiembre, diferente a otros que ha sufrido la ciudad, cambió el ritmo de la metrópoli, alteró todo, puso a prueba a gobernantes y a gobernados, y generó efectos diversos, unos reales y visibles, como los derrumbes por toda la capital (más de los que contabiliza el gobierno local). Otros menos conocidos, pero ciertos: grietas en paredes, libros caídos en bibliotecas, vidrios rotos, tuberías dislocadas por todas partes y, lo peor, temor, angustia, sensación de inseguridad. Salió a flote la valentía de muchos capitalinos; jóvenes en primer lugar, pero también adultos y aún viejos; reaparecieron la solidaridad de la gente y las virtudes antiguas, que, como alguna vez dijo Chesterton, siempre están prestas a renacer.
El temblor fue piedra de toque del sistema neoliberal, integrado por dos columnas disparejas: Estado fuerte en el peor sentido de la palabra, pero indeciso e incapaz, y la otra, la red de grandes empresas y sus adherencias, las medianas y pequeñas, los profesionistas que les sirven y sus ejércitos de empleados mal pagados y sometidos, ¡pero cuidado!, también pasto seco para la indignación.
El sistema demostró que sus fines, sus resortes poco tienen que ver con la solidaridad y la colaboración; todo el sistema, gobiernos y grandes empresas, buscan lo suyo, mantuvieron sus rutinas, repitieron vicios, engañifas y codicia; en poco o en nada han contribuido a reconstruir, aliviar, apoyar.
El mismo día del temblor y los subsecuentes, se anunciaron donativos millonarios, de ellos pocos, los que no pasan por los filtros burocráticos, han llegado a los necesitados que fueron afectados en sus viviendas. Lo que fluye pasa por barreras más altas que el muro de Trump, hay filas interminables, formularios a llenar, acreditar identidad y propiedad con documentos quizá perdidos en el desastre. Desde sus ventanillas y sus escritorios, los de abajo, desde la televisión y la prensa los de arriba, no hacen sino dar evasivas, pedir espera y paciencia y reiterar promesas.
Lo que si se echó a andar fue el aparato represivo, rechinaron sus enmohecidos engranes, pero no contra capitalistas que por ganar más construyeron mal y más de lo autorizado, ni contra delegados y funcionarios que lo permitieron; sólo contra culpables de segunda fila y los pobres que recibieron 3 mil miserables pesos que repartió el gobierno y que sin duda son damnificados, no sólo del temblor, sino del sistema, pero se atrevieron a cobrar sin llenar los requisitos.
Los sobrevivientes de los edificios derrumbados o inhabitables ahora se enfrentan a las injusticias del neoliberalismo. Fueron víctimas de constructores, de bancos y de aseguradoras que los mismos bancos sugieren a los compradores de vivienda en condominio.
Compraron caro para tener un patrimonio; su falta de experiencia en estos negocios los hizo morder el anzuelo. Adquirieron parte mínima del suelo, un indiviso en las áreas comunes y unos cuantos metros cúbicos de aire envuelto en delgadas paredes de ladrillo y vidrio. Su sacrificio enriqueció a los inversionistas. De entrada se convirtieron en obliga- dos de una deuda que dura más que el inmueble que adquirieron, que queda hipotecado; se obligaron a pagar seguro de vida no a su favor, sino del banco y seguro de daños.
Hoy están sin casa (es un decir), sin ropa, muebles ni documentos, en la calle literalmente, pero con una deuda sobre sus espaldas que el banco cobrará si se produjo la muerte y tratará de percibir si se trata de un sobreviviente. La deuda de quienes perdieron todo es por varios lustros, crece en lugar de disminuir y si no se paga y el deudor ya no tiene otros bienes que le quiten, pasa a la lista negra del Buró de Crédito. Una verdadera infamia.
Autoridades y empresas deben conducirse de otro modo, más allá de sus intereses políticos y financieros; es una emergencia y se requiere altura de miras y solidaridad.