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Están en otra parte

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ada. Ésta es la hermosa muerte, el umbral de la consumación, la catalizadora de la memoria que sustituye al cuerpo cuando alguien llega a su destino.

Doblegados por un sueño de piedra, un buen día los seres deponen su afanoso vivir y se abandonan en sus brazos, y en ellos se curan de golpe todo dolor y todo remordimiento, olvidan los agravios cometidos y los perpetrados y revierten la intoxicación progresiva de la vida.

A los que nos quedamos no nos martiriza lo ocurrido, sino lo que jamás pasó, lo que habría podido suceder si la muerte no se hubiera cruzado en el camino del humano o del bicho amado. Ante la muerte del otro no nos pesa la realidad, sino el voluminoso fardo de la nada.

Ciérrale los ojos para que no pueda enterarse de su propia mala noticia. Ciérrale la boca para que no exhale el vacío total que hay en su interior. Tapona sus fosas nasales para que no le atormente el olor de la vida. Amortaja su cuerpo con serenidad y con amor: ya no es, ya no será. Ha pasado como pasa un aguacero, que en un momento es presencia terrible y un momento después es sólo ropa empapada y fría, pegada al torso y a los hombros.

Como las lluvias, somos irrepetibles y únicos. Nadie se moja dos veces bajo la misma tormenta.

Esto es la muerte: el escampar repentino o progresivo de la gente, el cese total de sus procesos, el desconcierto tras el fin de un fenómeno atmosférico. Bautizamos los huracanes con nombres de personas para que puedan morir.

El cadáver es a su difunto propietario lo que un sitio arqueológico a una ciudad palpitante y habitada, lo que los platos sucios al banquete: un rescoldo testimonial y mucho más fugaz que el festín mismo. No hace bien sentir apego por eso ni rendirle homenajes ni pretender momificarlo para siempre. La trascendencia, si alguna hay, está en otro lado y es mucho más sutil que la pobre carne fallecida.

Los que se han ido para siempre te habitarán, eso sí, hasta que tu muerte los separe de ti, cuando se desvanezcan tus recuerdos y seas por unos momentos el hermano gemelo del cuerpo al que enterraste y olvidaste para concentrarte en lo importante.

No te martirices por la condición presente de los que se fueron: salvo en tu corazón, parece que no están en ningún sitio. No tienen sangre ni sufrimiento; no necesitan comida, descanso, techo ni cuidados médicos; nada les duele y nada les place. Sólo requieren de tu amor intenso para permanecer en esa larga duermevela que es la memoria primordial, esa en la que se borran lentamente los gestos, las tonalidades de la voz y hasta los rostros, y en la que sólo permanece una esencia indefinible e intransferible; guárdate de narrar y describir a los difuntos, porque todo esfuerzo en ese sentido será inútil; tus recuerdos más vívidos no pueden plasmarse en algo tangible y escaparán de tus manos como si quisieras atrapar las burbujas en el agua.

En el fondo, lo único que reclaman los difuntos es la serenidad de los que se quedan. Los distraen los gritos, los gestos de desesperación y las alharacas; la muerte no armoniza con el estruendo y éste no les permite concentrarse en su camino hacia el olvido y eso no es bueno porque se quedan extraviados en tu organismo y en tu psique, tanteando a ciegas las rutas de tu pensamiento y de tu torrente sanguíneo. Es pertinente darles y darte paz y en su caso, justicia.

Los muertos se siembran a sí mismos, crecen en tu interior y terminan sedimentándose de una manera imperceptible y vaga. Percibes a los vivos en formas diferentes según el momento, ves sus cabezas de perfil o de frente, escuchas sus voces atenuadas por la distancia o robustas por la cercanía, mermadas por la enfermedad o derretidas por el sueño; estás siempre consciente de su edad específica y de sus mutaciones. Los difuntos, en cambio, son totales: todos sus ángulos se funden en uno solo, sus voces son siempre la misma, sus miradas no cambian. Visten con prendas indefinidas y sus cuerpos desnudos no se transforman con los años. Es por esa falta de detalles que sus facciones se desdibujan por el paso del tiempo, sus cicatrices se borran y sus pupilas pierden los reflejos de la realidad.

No hace falta invocarlos. Si sientes orfandad y desamparo recuerda que el amor que te prodigaron se ha materializado en tus flujos internos, en tus despertares desorientados y pantanosos, en tu diario quehacer por y contra el mundo, en tu comida y en tu descanso, y que sólo lo perderás en la hora de tu muerte. En tanto, acudirán a ti, desdibujados, pero precisos, para darte más brazos y más manos, más energía y más ingenio.

No busques a los que partieron. Ellos te encontrarán a ti, te parasitarán y desde adentro de ti mismo acudirán a visitarte con regularidad y constancia. La estrecha ventana de estos días mira hacia la muerte, pero no puedes traspasarla porque al otro lado no hay nada: es sólo un paisaje (cielo, infierno, purgatorio) pintado en una mampara, una escenografía que has heredado y modificado a tu gusto, un efecto visual y afectivo que te atormenta o te consuela desde la irrealidad de sus supuestos. No hurgues en las tumbas ni en las fotografías en busca de una quimérica brizna de vida. No embalsames el abrazo de despedida. Los pétalos del cempasúchil, las volutas del incienso, la sal y el vaso de agua son únicamente los espejos en el que se contemplan tus afectos desparramados. Los difuntos están en otra parte.

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