compañados por el obispo de Saltillo, Raúl Vera López, pobladores de Gómez Palacio, Durango, y organizaciones ambientalistas se reunieron en ese municipio de la Comarca Lagunera para manifestar su rechazo a la instalación de una planta química planeada para producir 65 mil toneladas de cianuro de sodio al año, en una zona donde convergen dos unidades de gestión ambiental protegidas por ley. Chemours Company, empresa estadunidense que impulsa el proyecto, debió renunciar a sus planes originales de ubicar su planta en Guanajuato, debido a las protestas ciudadanas por los riesgos que conlleva la producción de esta sal altamente tóxica, insumo fundamental para la minería del oro a cielo abierto –una práctica impugnada a escala internacional por sus efectos nocivos–. Su llegada a Durango se da por invitación del gobernador panista, José Rosas Aispuro, así como de la alcaldesa priísta, Leticia Herrera Ale, quien defiende la producción de cianuro con el argumento de que ésta llevará desarrollo
y empleos bien pagados
a la región.
La resistencia popular contra los megaproyectos de la industria minera debe entenderse en el contexto de los recientes desastres ambientales y humanos ocasionados por las cuestionables medidas en materia de seguridad y protección ambiental que caracterizan al sector referido. En efecto, basta recordar que en comunidades aledañas a explotaciones mineras se han detectado concentraciones peligrosas de plomo y otras sustancias tóxicas en hasta 90 por ciento de los menores de edad, así como el hecho de que, sólo en el aledaño estado de Zacatecas, desde 2013 se han producido al menos cuatro percances por derrames de desechos mineros, mientras en Sonora se vivió uno de los mayores desastres ambientales de los tiempos recientes con el vertido de 40 mil millones de litros de sulfato de cobre acidulado al río que lleva el nombre de la entidad. A todos los casos referidos los une la impunidad con que se han saldado y la ausencia de acciones reales para remediar los daños causados al ambiente y a las poblaciones que dependen de los recursos naturales afectados.
La experiencia a escala global ha probado de manera repetida, y en ocasiones trágica, que actividades como la producción industrial de sustancias tóxicas conlleva contingencias imposibles de eliminar, incluso cuando se aplican los más elevados estándares y protocolos de control, por lo que de ninguna manera puede tomarse a la ligera el establecimiento de un complejo de estas dimensiones –abarcaría 11 hectáreas– en un área cercana a núcleos de población y a terrenos de valor ambiental. Si a lo anterior se suma que los países en desarrollo enfrentan un problema endémico para regular la actividad potencialmente nociva de la iniciativa privada en general, y de la industria minera en particular, se hace patente que la planta de Chemours representa una amenaza que sería erróneo soslayar.
Ante la evidencia de los riesgos existentes, las autoridades de los distintos niveles de gobierno deben poner fin al manido expediente de invocar la generación de empleos como pretexto para justificar la autorización de proyectos que no ofrecen mínimas garantías de protección a la integridad del medio ambiente, de los trabajadores que laboran en ellos y de los ciudadanos que habitan en sus inmediaciones.