a proclamación de una república independiente formulada ayer en el órgano legislativo de Cataluña (Parlament) por la mayoría de los partidos que integran el gobierno autonómico fue de inmediato respondida por Madrid con una votación en el Senado, en la que se aprobó la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el cual ampara la capacidad del gobierno español de intervenir cualquier comunidad autónoma de las que forman el país y de arrogarse sus potestades. De esta forma, el jefe del gobierno español, Mariano Rajoy, destituyó al presidente y al vicepresidente de la Generalitat (institucionalidad autonómica catalana), Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, así como a la totalidad de los integrantes del gabinete local; disolvió el Parlament y convocó a unas elecciones regionales para el 21 de diciembre.
A raíz de estos hechos, Cataluña y España entera entran en un periodo incierto e inevitablemente traumático en el que la única perspectiva posible parece ser, por desgracia, la agudización de la polarización social y la clausura, o al menos el angostamiento, de los canales institucionales y democráticos para resolver el conflicto catalán.
Así culminan cuatro décadas en las cuales las autoridades del Estado español –fueran emanadas del Partido Socialista Obrero Español o del Partido Popular, actualmente en el gobierno– se negaron a abrir una negociación e incluso un simple diálogo, para atender los anhelos regionalistas que la mayoría de los catalanes y sus representaciones políticas expresaron una y otra vez. La arrogancia españolista, debe agregarse, fue plenamiente compartida y alimentada por el grueso de los grupos políticos que se reúnen en el Congreso de los Diputados de Madrid y, destacadamente, por la mayoría de los medios informativos con sede en la capital hispana, los cuales repitieron una y otra vez los argumentos oficialistas de que el texto de la Carta Magna era intocable, cuando lo cierto es que fue severamente alterado para que no obstaculizara la imposición de medidas económicas antipopulares dictadas a España desde Bruselas y Berlín.
Por su parte, los partidos soberanistas que hasta ayer gobernaban en Cataluña trazaron una ruta a la independencia que excluía a casi la mitad del electorado regional y actuaron en forma demagógica y poco responsable, al presentar como viable un proceso secesionista, que en vez de cohesionar a la sociedad catalana la fracturó y polarizó, y lejos de suavizar a los irreductibles del españolismo, los ha fortalecido. Para colmo, la incertidumbre jurídica derivada de la confrontación entre Madrid y Barcelona ha dado pie en la economía catalana a un éxodo de empresas, lo que significa, inevitablemente, un vaciamiento de capitales. Al margen de las manifestaciones de júbilo independentista y de las expresiones de vandalismo españolista que tuvieron lugar en Barcelona, debe aquilatarse la paradoja de que, en lo inmediato, a Cataluña la proclamación de la independencia le ha costado la autonomía.
En suma, en el complejo conflicto, la institucionalidad ha sido rebasada por el empecinamiento y la incapacidad de diálogo de gobernantes y políticos de uno y otro bando, si bien a los madrileños corresponde, en este sentido, una responsabilidad primigenia y mucho mayor que la de los catalanes.
En tanto se cumple el plazo de las elecciones dictadas por Rajoy –que carecerán de respaldo mayoritario y legitimidad y, en consecuencia, tienen muy pocas posibilidades de destrabar el conflicto–, la política ha sido suplantada por una laberíntica proliferación de procesos judiciales (querellas administrativas, juicios penales, amparos y controversias de constitucionalidad), la convivencia en tierras catalanas ha sido envenenada por la desconfianza, la zozobra y la polarización, y el Estado español en su conjunto ha quedado marcado por el signo inequívoco de la cerrazón, la represión y el autoritarismo.