u llegada estaba prevista, pero no tan pronto: el sondeo recientemente efectuado por Associated Press NORC, según el cual apenas 24 por ciento de los estadunidenses cree que su país marcha en la dirección correcta, prueba que las ilusiones que la elección de Donald Trump sembró en los sectores ultraconservadores estaban destinadas a ser flor de un día.
De acuerdo con esa organización que se define como un centro para la investigación de los asuntos públicos
entre los más decepcionados se encuentran los correligionarios ideológicamente más afines al presidente; es decir, los republicanos duros
, que sólo cuatro meses atrás le daban 60 por ciento de su aprobación y ahora le conceden un escaso 44 por ciento. Las expectativas que hace menos de diez meses había generado entre los megaindustriales la llegada a la Casa Blanca de un empresario, han ido cayendo aceleradamente a base de golpes de realidad. Uno a uno, altos ejecutivos de Merck, Intel, Under Armour, Tesla y hasta el emporio Disney, entre otras corporaciones, se apresuraron a tomar distancia de un mandatario al que 70 por ciento de sus gobernados (en versión de la propia AP-NORC) consideran sencillamente un irracional.
Lo paradójico es que el entusiasmo por Trump no fue originado por la razón, sino que surgió como airada reacción visceral a un sistema liberal-democrático que, en opinión de sus críticos, fue diseñado para beneficiar aún más a los privilegiados en perjuicio de todos los demás sectores sociales. La ineptitud de los líderes partidarios tradicionales, con su tímida agenda de reformas que de todas maneras tampoco llevan a cabo cuando acceden al poder, la voracidad de unas instituciones financieras libres de todo freno, la reconfiguración del mercado de trabajo y su noción de flexibilidad laboral” (eufemismo que describe la potestad de los patrones para contratar y despedir trabajadores sin el menor compromiso contractual), determinaron que un buen porcentaje de votantes pobres terminara sufragando en el mismo sentido que los dueños del gran capital especulativo. Eso, en el plano económico; pero además estaban los supremacistas blancos, los grupos racistas y xenófobos, y los nostálgicos de la política del Gran Garrote (Big Stick), propuesta por Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos entre 1901 y 1909. Unidos por la irreflexiva retórica de Trump, todos ellos contribuyeron a la victoria del magnate.
Todo indica que el espejismo se ha roto, la tasa de aceptación del mandatario roza la impopularidad masiva y en las filas de sus votantes se extiende la idea de que cometieron un error. Lo malo es que ese error se lo están haciendo pagar no sólo a sus coterráneos demócratas, sino a todos nosotros, no importa el lugar del mundo en que nos encontremos.
Por otra parte, la convicción de que Donald Trump no está en sus cabales es cada vez más acentuada y se fortalece a diario con sus declaraciones insensatas, sus medidas desacertadas y su torpe comportamiento que es fuente inagotable de anécdotas chuscas. Sin embargo, no es eso lo que cuenta para el electorado estadunidense. Lo que acentúa la mala imagen de Trump es que sus ofertas de reactivación económica y creación de empleos desembocan en el vacío, su promesa de incrementar la tasa del producto interno bruto no tiene fundamento, y hasta el Fondo Monetario Internacional se ha mostrado escéptico respecto de las perspectivas de crecimiento que proclamó al inicio de su mandato, todo lo cual les devuelve a sus electores la frustración y la inconformidad que los llevaron a darle su voto.
Si hasta la ultraconservadora Ann Coulter, quien el año pasado acuñó la frase In Trump We Trust (En Trump confiamos
, que parafrasea la leyenda que aparece en los dólares) no se tentó el corazón para criticarlo cuando mandó atacar la base aérea de Shayrat, en Siria, comprometiendo aún más al país en la guerra que se libra en esa zona de Medio Oriente.