n una alocución extraordinaria, la primera de su reinado, Felipe VI de Borbón descalificó el proceso independentista impulsado por las autoridades de Barcelona y respaldado por buena parte de los catalanes –la gran mayoría, de acuerdo con los resultados de la consulta realizada el domingo pasado–, dio su pleno respaldo al gobierno de Mariano Rajoy y a los tribunales españoles que han emprendido la criminalización del separatismo e, implíctamente, aprobó la extrema brutalidad policial aplicada por Madrid para intentar que no se realizara el referendo independentista.
De esta manera, en lugar de preservar su condición de árbitro supremo de los diferendos y de abogar por soluciones negociadas e institucionales a los conflictos políticos, el monarca tomó partido, se colocó como un actor faccioso y agravó, acaso de manera irremediable, la fractura entre Cataluña y el resto de España. En otros términos, Felipe VI de Borbón se inhabilitó a sí mismo como jefe de Estado.
Acaso antes de expresar estas posturas el rey habría debido tener en cuenta el declive de la monarquía que él encabeza en el sentir de la ciudadanía española en general y, particularmente, el creciente repudio de que es objeto en el territorio catalán –caracterizado por el apego mayoritario al espíritu republicano–, que tuvo su expresión más reciente en las rechiflas con que fue recibido en Barcelona cuando visitó esa ciudad tras el atentado terrorista perpetrado en Las Ramblas. En cambio, prefirió apostar la credibilidad que le queda a favor del autoritarismo y la cerrazón con que la clase política madrileña ha abordado siempre las reivindicaciones regionalistas –especialmente, la catalana y la vasca–, y con ello se dio un tiro en el pie e hizo un muy flaco favor al Estado que preside: el resultado más probable de su alocución de ayer es que se incremente y extienda el desagrado de los catalanes ante las figuras del rey, de la Casa Real y del Estado español en su conjunto.
Por lo demás, en su discurso, el monarca profirió unas cuantas falacias: por ejemplo, que España vive desde hace décadas
en un Estado democrático que ofrece las vías constitucionales para que cualquier persona pueda defender sus ideas dentro del respeto a la ley
, cuando lo cierto es que dentro de ese Estado los nacionalismos no han encontrado el menor resquicio para ensanchar el margen de sus respectivas autonomías; siempre que lo han intentado, se han topado con la rotunda negativa del bando españolista y centralista a considerar una reorganización del país basada en principios federalistas o a modificar una constitución que es a todas luces inoperante en este y en otros ámbitos. Es lamentable, por añadidura, que el rey se haya propuesto defender la libertad y los derechos
de los habitantes de Cataluña que no comulgan con la causa independentista y no haya tenido una sola palabra de empatía para los más de 800 lesionados que el domingo pasado, sin haber cometido más delito que acudir a las urnas, fueron víctimas de una injustificable barbarie policial.
En suma, Felipe VI dio ayer una prueba fehaciente de que no está a la altura de los de- safíos de la España contemporánea, incluido el más candente, que es gestionar en forma pacífica e institucional los anhelos de autodeterminación que recorre Cataluña. El país ha evolucionado mucho desde 1978 (año en que fue promulgada su actual Carta Magna) y mucho más desde que España era gobernada con el lema franquista de Una, grande, libre
. Pero, a lo que puede verse, su rey no lo sabe.