na vez que han pasado los momentos más acuciantes en las tareas de rescate de quienes quedaron atrapados en las edificaciones derrumbadas por el terremoto del 19 de septiembre, es preciso concentrarse en la atención a los damnificados por los efectos de ese sismo y del anterior –el del día 7– y de otros fenómenos naturales, como las trombas que causaron escenarios de desastre en Guerrero. Muchos miles de mexicanos que perdieron su vivienda y su patrimonio claman por una ayuda siempre insuficiente, a pesar de los esfuerzos desplegados de manera espontánea por la sociedad civil, así como por organizaciones no gubernamentales y dependencias del gobierno. Es claro que el auxilio a los damnificados debe ser sostenido y constante, y que requiere de un levantamiento de información más sistemático, de distribución mejor organizada y de planificación para el abasto. De hecho, será necesario mejorar y prolongar ese esfuerzo, durante las tareas de reconstrucción, las cuales, en su inmensa mayoría, están aún pendientes.
La demolición y la restitución de decenas de miles de viviendas, escuelas y otras edificaciones que resultaron destruidas o que resintieron daños estructurales que las hacen irreparables es y será, sin duda, uno de los mayores retos a los que habrá de enfrentarse la institucionalidad del país, no sólo por la magnitud de la tarea sino porque ésta habrá de realizarse con el telón de fondo de la exasperación y el hartazgo social que la nación viene arrastrando por diversos factores, entre ellos la insuficiencia del crecimiento económico, la inseguridad, la violencia y la corrupción.
Por esa razón, las dependencias oficiales de los tres niveles de gobierno –pero particularmente las federales y estatales– deben actuar con suma pulcritud, rigor y coordinación desde el primer momento, que es el del censo de los daños, de los afectados y de las necesidades que encaran. Asimismo, se requiere de un meticuloso trabajo de planificación y un especial cuidado en evitar dispendio y duplicación de esfuerzos, porque los recursos para la reconstrucción no serán precisamente abundantes.
A este respecto, la reasignación obligada de presupuestos deberá realizarse con plena sensibilidad social. Existe el fundamentado y generalizado sentir de que las instituciones nacionales incurren en abultados gastos suntuarios y frívolos –incluidas prestaciones y percepciones de los altos funcionarios de los tres poderes–, y en las circunstancias actuales es insoslayable la necesidad de que quienes están al frente de los organismos públicos se desempeñen con una intachable austeridad republicana.
Con el propósito de evitar sospechas sobre las obras de reconstrucción, resulta fundamental no sólo actuar con total transparencia en la ejecución de los presupuestos asignados para tal fin sino también dejar al margen de las obras correspondientes a las empresas constructoras que han sido señaladas por prácticas corruptas, tráfico de influencias e intercambios de favores, así como a aquellos contratistas que se han hecho notar por la pésima calidad de los trabajos realizados.
Es recomendable, asimismo, despejar toda duda sobre usos facciosos, partidistas o electoreros del cúmulo de tareas a realizar, y por ello sería pertinente dejar en manos de expertos y académicos –por ejemplo, las asociaciones de ingenieros y arquitectos y las facultades universitarias respectivas– las decisiones fundamentales y las puntuales sobre las obras a realizar, y establecer mecanismos de fiscalización efectiva para la ejecución de los contratos de obra. Por lo demás, no debiera perderse de vista que la misma sociedad que se volcó y que permanece en la asistencia a los afectados debe ser considerada un actor imprescindible en la reconstrucción, la cual pasa por la reconstitución del tejido económico y social conformado por pequeñas y medianas empresas, cooperativas, uniones de crédito y talleres, entidades mucho más aptas para promover una derrama correcta de los recursos que las grandes corporaciones de la construcción.
Cabe esperar que en los momentos presentes las autoridades tengan en mente que la recuperación de la credibilidad de las instituciones o su desplome definitivo –con lo catastrófico que esto sería en términos políticos y sociales– puede depender de la manera en que se conciba, administre y ejecute la reconstrucción que viene.