l alcance de los contenidos que circulan por las redes sociales, su rápida capacidad de propagación y el hecho de que cada vez más personas las utilizan como principal fuente informativa (por encima incluso de los medios de comunicación tradicionales) las convierte en un eficaz vehículo para afrontar organizadamente situaciones de emergencia como la que vivimos en el país a raíz del temblor del martes 19. Más aun, de acuerdo con una reciente encuesta llevada a cabo por la Cruz Roja estadunidense, un alto porcentaje de usuarios de Internet considera que los organismos oficiales encargados de responder a tales situaciones deberían monitorear sistemáticamente las redes sociales con la finalidad de mejorar su capacidad de reacción.
Como contrapartida, hay un aspecto de las redes que conspira seriamente contra esas bondades: la creciente tendencia a propalar, vía Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp y similares, imágenes y datos distorsionados, desvirtuados, sesgados o directamente falsificados, que conforman nocivos (y masivos) flujos de desinformación, confusión y alarma. La acelerada viralización
de esos flujos los convierte en agentes de la mentira y el error, que por su propia dinámica resultan difíciles de combatir y desarticular. En ocasiones, la difusión y reproducción de noticias falsas tiene un origen involuntario: quienes emiten los mensajes se hacen eco de rumores no comprobados, desconocen el tema que tratan o malinterpretan la información que pretenden dar. La mayoría de las veces, sin embargo, tiene la intención deliberada de emplear el descrédito y la difamación para perpetrar ataques de índole política, económica, moral o de cualquier otra clase, contando para ello con la innegable capacidad de atracción –morbosa o no– que tiene el escándalo. Un dato que avala esta observación es que el año pasado, en España, las tres noticias más leídas y reproducidas en redes sociales eran falsas.
El anuncio que acaba de hacer Facebook en Europa de incorporar una herramienta (sistema) que permita a sus usuarios determinar cuando un contenido es verídico o falso representa un alentador paso en dirección de la finalidad de garantizar la confiabilidad de las redes y dotarlas de la utilidad que potencialmente poseen. Pero de entrada no parece una empresa sencilla, porque si la información está bien articulada y presentada, probar su falta de autenticidad requeriría una investigación que el usuario común de una plataforma digital difícilmente estaría dispuesto a emprender. No parece factible ni razonable, por ejemplo, exigir que en un espacio tan abierto (y tan lúdico) como el de las redes sociales cada dato, información o comentario vayan acompañados de sus respectivas fuentes, como se demanda a quienes elaboran los contenidos de los medios de comunicación tradicionales, al menos a los que tienen credibilidad.
No es posible predecir el resultado que aguarda al nuevo experimento de Facebook, pero de momento las perspectivas de evolución de las redes sociales no son optimistas, porque la tendencia es que el caudal de información falsa ( fake information, se le denomina en inglés) siga una inquietante curva ascendente. Basta echar un vistazo a la actividad reciente en Twitter y Facebook en relación con el temblor y sus consecuencias, para advertir la profusión de datos inexactos y de versiones sin sustento, que inevitablemente derivan en discusiones que de momento son innecesarias y en una dispersión de esfuerzos imprescindibles.