l fin del día 7 de septiembre se acercaba. Hermanos en el Camino, albergue que brinda asistencia humanitaria a personas migrantes de Centroamérica e incluso de África, ya había cerrado con candado sus dos puertas principales. De pronto, ladridos de perros interrumpieron el silencio y la oscuridad de los dormitorios de mujeres, hombres y voluntarios ya somnolientos. El terremoto de mayor magnitud en la historia contemporánea de México –8.2– se aproximaba a territorio istmeño.
La sacudida de dicho movimiento telúrico comenzó a sentirse cada vez con mayor intensidad. Este vaivén de la tierra no fue el arrullo que necesitaban los migrantes para descansar por fin de las persecuciones de integrantes del Instituto Nacional de Migración (INM) para deportarlos a sus países de origen, como para aliviarse de las ampollas y cortaduras que presentan sus pies a consecuencia de las caminatas kilométricas.
Quienes dormían a la intemperie, varones en su mayoría, vieron la capilla –cuyo techo es de láminas galvanizadas detenidas con una pared y dos tubos delgados– moverse como el balanceo de las serpientes. Las féminas, reposadas sobre colchonetas y literas de su dormitorio, ubicado al frente de las vías del tren donde transita La Bestia, escucharon crujir las paredes pintadas de rosa. Como cohetes, todos y todas se levantaron.
Fueron suficientes tres minutos con 40 segundos, duración del seísmo, para que las personas del albergue, fundado el 27 de febrero de 2007 en la ciudad de Ixtepec, Oaxaca, se inundaran de pánico como les sucedió también a todas las demás que viven en el centro y sur de México (localizado entre cinco placas tectónicas, que le provocan sismos de magnitudes considerables como en ninguna otra parte del mundo, de acuerdo con investigadores del Servicio Sismológico Nacional).
Ernesto Castañeda, actual coordinador de Hermanos en el Camino tras el deceso del defensor de derechos humanos Alberto Donis, el pasado 30 de junio, rememora: “¡A una señora migrante le dio un infarto durante el terremoto! Con un golpe en su corazón y luego masajeándoselo la libramos de perderla. Después, cuando la llevamos al hospital, que encontramos destruido, nos dijeron: ‘Si la señora ya despertó, ¡váyanse de aquí y denle una aspirina!’”
Sin luz eléctrica ni comunicación telefónica, a quienes buscan el sueño americano comenzó a llegarles información acerca de casas, escuelas y locales de comercio, entre otras infraestructuras, que la fuerza de la naturaleza derribó. Ante ello, desde las tres de la madrugada del 8 de septiembre se escuchó una única iniciativa: ¡Queremos ayudar!
Sin embargo, por cuestiones de seguridad del propio albergue y de quienes se refugian en él, no fue posible salir a esa hora. Aun así los murmullos de preocupación por comunicarse con la familia de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua terminaron por silenciar el croar de los sapos que posaban sobre los charcos.
La organización comandada por los oriundos del triángulo norte de Centroamérica sólo fue cuestión de horas. Sin la posibilidad de amarrar las agujetas de los mejores tenis ni de vestirse con la ropa más cómoda, voluntarios y migrantes salieron alrededor de las 7:30 horas hacia el centro de Ixtepec. Se encontraron aún con nubes de polvo, montañas de cemento destrozado y llantos desde lo más profundo del pecho.
Las manos no se detuvieron al momento de abrir paso entre los escombros para que, primeramente, pasaran patrullas y ambulancias. Luego en las propias camionetas del albergue, dirigido por el sacerdote Alejandro Solalinde, se trasportaron desde niños hasta adultos mayores al hospital improvisado en Juchitán de Zaragoza.
En cuestión de días, los migrantes centroamericanos y voluntarios se aliaron con la Brigada Humanitaria de Paz Marabunta –conformada por jóvenes mexicanos expertos en atender heridos y evitar connatos de violencia–. Juntos crearon la #BrigadaMigrante, que inspeccionó tanques de gas de casas dañadas; rescató documentos importantes y otras pertenencias de personas damnificadas; derribaron paredes a punto del colapso tras más de 900 réplicas registradas; consiguieron donativos, como cinco toneladas de leche, despensas y casas prefabricadas que podrán habitarse temporalmente, de acuerdo con información proporcionada por Paola Salcedo y Filiberto Velázquez, equipo de misión del activista nominado al Premio Nobel de la Paz 2017.
Dicho grupo conformado por 50 personas también colaboró, el pasado sábado 9, durante las labores de rescate del policía municipal juchiteco Juan Jiménez, cuyo hijo de 12 años dijo frente a los migrantes: Mi abuelo lo llamó del cielo
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Es necesario recordar que los viajeros centroamericanos llegaron a México con previos cataclismos que obligaron a desplazarlos: persecuciones, amenazas y/o atentados contra la integridad física por parte de líderes pandilleros que ahogan su localidad de origen. Un día, cuando regresé del trabajo, encontré a mi madre con dos tiros en la cabeza. Las pandillas terminaron con su vida. Ahora andan tras de mí por negarme a pagar la renta de piso...
narró un salvadoreño a sus colaboradores de salvamento.
Al final de la jornada diaria, el equipo de brigadistas compartió experiencias adquiridas. Velázquez, como testigo, reconstruyó el siguiente rencuentro que sin duda elimina los prejuicios marcados de la población oaxaqueña hacia los migrantes:
–¡Cuando antes pasaban personas como ustedes los trataba mal! Me pedían tan sólo vasos de agua y negué ofrecérselos. Pero ahora son ustedes quienes me han ayudado –asentó la señora Trinidad con lágrimas que llegaron hasta el suelo.
–¡Somos humanos y cuando hay necesidad debemos ayudarnos! –respondieron los jóvenes ya cansados, pero preparados para continuar brigadeando, si por ellos fuera, por Chiapas y Tabasco.