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Vox libris
Libro póstumo de Ignacio Padilla
Periódico La Jornada
Domingo 20 de agosto de 2017, p. a16

Del escritor mexicano Ignacio Padilla (1968-2016) circula en libre-rías su obra póstuma Última escala: en ninguna parte, publicada por el Fondo de Cultura Económica en la colección A través del espejo, en la que el autor plasma su faceta de viajero y, desde la literatura, comparte múltiples experiencias y universos.

Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto del libro

El caso es que aquel año seguí viajando. Viajé cada vez más emocionado y hambriento por ganar millas y cada vez menos interesado en detenerme a conocer países y culturas. Así como antes mi objetivo había sido alcanzar fuentes sólo para echar monedas en ellas, ahora sólo me interesaba viajar para seguir viajando. Me parece recordar que en esos tiempos llegué a creerme el hombre más afortunado del cosmos. Yo, que nunca antes me había ganado nada, ni siquiera cuando rifaron una mascota en mi salón de sexto de primaria, ahora ganaba todo sin esforzarme mucho y ponía el pie en países que antes ni siquiera sabía que existían.

Es verdad que a ese ritmo no podía conocer a fondo los lugares que visitaba, pues apenas me alcanzaba el tiempo para fotografiarme en algún lugar histórico, mucho menos para visitar un museo o detenerme a comer en un restorán, como no fuera el de un aeropuerto. Pronto entendí que visitar ciudades sólo para fotografiarme en sus monumentos me quitaba mucho tiempo. Además, los álbumes de fotos pesaban mucho y me estorbaban para desplazarme ligero entre un vuelo y otro. Así que dejé de fotografiarme. Hice un pequeño álbum con mis mejores fotos y me limité a llevarlo conmigo mientras me acostumbraba a vivir entre aviones y aeropuertos. En sólo quince meses aprendí a encontrar viajes en primera clase y a aprovechar promociones en vuelos de inauguración o de aniversario. Cierto, tenía que correr mucho, pero eso mejoró mi condición física. Además, le tomé el gusto a dormir en los aviones y en los aeropuertos. Identifiqué los mejores baños para asearme y las salas de espera más acolchonadas para dormir. Reconocí en qué vuelos se comía mejor y cuáles aerolíneas tenían los sobrecargos más agradables y los pilotos más hábiles para despegar y los más audaces para aterrizar. Hice amistad con varios de ellos. Algunos hasta me dejaron entrar en la cabina y pilotear un avión durante quince minutos.

Entre una cosa y otra, encontré también el modo de seguir conociendo y aprendiendo sin tener que abandonar mi vida en los aviones. Aunque había renunciado a visitar y tomarme fotos en monumentos históricos, siempre tuve el cuidado de leer sobre los países por los que pasaba en una guía de viaje que compré en un aeropuerto mexicano el día que cumplí mis primeras cien horas de vuelo entre Houston y Guadalajara. En esa guía estaba todo lo que necesitaba para ser un auténtico hombre de mundo. Además, aquella guía incluía por promoción cien tarjetas postales que fui enviando a mi novia Anacoluta y a mi tío Maclovio.

Las postales las escribía en los vuelos largos para enviarlas desde las oficinas de correos de los aeropuertos en los que aterrizaba. En ellas contaba a mi tío lo que iba aprendiendo en mi guía de viajes y prometía a mi novia regresar lleno de experiencia a aquel pueblo donde nadie había mirado nunca más allá de su nariz. Viajaba, soñaba y escribía que al volver a casa todos me admirarían y me otorgarían más premios. Entonces me casaría con Anacoluta y tendríamos la luna de miel más larga de la historia aprovechando mis cupones de viajes románticos para parejas frecuentes. Le pondrían mi nombre a la única calle del pueblo y a la estación de autobuses. Por lo menos, me nombrarían alcalde o hijo predilecto. Podía ser que hasta me hicieran una estatua que pondrían encima de una gran fuente en la plaza central, una fuente con aviones de bronce a la que visita-rían cada año muchos peregrinos para arrojar en ella sus monedas en mi honor. En mis discursos de agradecimiento contaría a los periodistas y a mis paisanos lo que había aprendido en mis muchos viajes, y puede que diera algún consejo a los niños que soñaran con llegar a ser un día viajeros triunfadores como yo.

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Portada del libro de Padilla, publicado por el Fondo de Cultura Económica
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Ignacio Padilla, imagen tomada del volumenFoto © Miguel Oaxaca/ FCE

(...)

Pronto cumpliré cinco años en mi nuevo puesto como directivo de la Organización Internacional de Viajeros Frecuentes. Ahora mismo, mientras escribo esta historia, viajo hacia el aeropuerto de Nueva York, donde me harán un homenaje por estos años de servicio. Espero tener tiempo para pasar primero a bañarme y saludar a mi amigo de los baños de la Terminal B. Mientras me bañe le contaré que voy a recibir un aumento de sueldo y que quizás pronto me nombren segundo vicepresidente de la Asociación Internacional de Viajeros Frecuentes. Le contaré que me merezco eso, pues en estos años he hecho un gran trabajo para mejorar la vida de los viajeros frecuentísimos. He trabajado como reclutador de viajeros primerizos animándolos a echar monedas en fuentes y tomarse fotografías en monumentos históricos. He sido ángel y hada en la entrega de los primeros premios que recibe todo miembro de nuestra gran familia: el Gran Premio de Verano y el de Primavera. He organizado cien actividades culturales en aeropuertos y doscientas conferencias con escritores durante vuelos transatlánticos. Hasta conseguí que el Banco Aéreo de Bélgica fundase un Fondo Internacional de Monedas Arrojadas en Fuentes para Viajeros Desvalidos. Y diseñé los primeros dispositivos portátiles electrónicos para conservar las fotografías sin necesidad de utilizar álbumes y tener que cargar con ellos.

En fin, le contaré a mi buen amigo que soy el mejor viajero de la historia, aunque le diré también que esta vida no está hecha para cualquiera, pues exige muchos sacrificios y muchas renuncias. Eso sí, creo que lo mejor será no contarle que hace unos meses recibí una carta muy curiosa. Esta vez no era una carta de mi exnovia Anacoluta. Ni siquiera sé si debería llamarla carta. Era más bien un sobre muy pequeño con estampillas postales de Grecia. Dentro del sobre había sólo una fotografía que mostraba un grupo de hermosas casitas blancas junto a un mar azul muy intenso. Frente a una de las casitas sonreía un hombre sentado en una silla, radiante como el sol que brillaba sobre su cabeza. Todavía no me he atrevido a pedir una lupa para mirarlo más de cerca, pues estoy casi seguro de que ese hombre feliz es el Gordo Pelosi. Se ve un poco más delgado, tiene la piel muy bronceada y una sonrisa de verdadero triunfador. No alcanzo a ver sus ojos, pero puedo imaginar que en ellos brilla algo parecido a la libertad. Detrás de la foto hay solamente dos palabras escritas con tinta morada. Saludos, colega.

Todavía no reúno el valor suficiente para romper esa fotografía. A veces la miro y tengo miedo porque siento que el Gordo Pelosi es un fantasma que me mira desde un hermoso infierno que se parece mucho a un pueblecito griego. Otras veces siento rabia porque sospecho que el Gordo Pelosi nos engañó a todos y que escapó del viaje infinito al que estamos condenados los viajeros frecuentísimos. Entonces le tengo envidia, porque me parece que él sí tuvo el valor que yo nunca tuve para huir a tiempo de la Escala Tropecientos. La verdad es que ya no sé muy bien qué siento frente a esa fotografía. Algunas noches sueño que soy yo mismo quien sonríe feliz frente a una casita blanca donde cada mañana brilla el sol y de donde nunca más tendré que moverme.

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