l bárbaro atentado perpetrado ayer en La Rambla de Barcelona, en el que un individuo aún no identificado a bordo de una camioneta atropelló a una multitud de viandantes y que deja un saldo de 13 muertos y más de 100 heridos, debe verse como un capítulo más, sin duda trágico, de la confusa guerra que enfrenta a buena parte de las potencias occidentales con la organización integrista Estado Islámico (EI) y, en un sentido más amplio, con el magno conflicto que tiene lugar por el control de Medio Oriente y Asia central entre bandos difusos, grupos terroristas e intereses corporativos apenas disimulados.
El ataque de ayer en la capital catalana se inscribe, ciertamente, en la cadena de atentados que empezó el 16 de mayo de 2003 en Casablanca, Marruecos (45 muertos), siguió con las explosiones del 11 de marzo de 2004 en el Metro de Madrid (192 muertos y más de dos mil heridos) y continuó con una acción similar en los transportes públicos londinenses perpetrado el 7 de julio del año siguiente (56 muertos y 700 heridos). En la década pasada el accionar de grupos terroristas en países europeos o aliados de Occidente tenía como telón de fondo la incursión bélica de Washington y sus socios en Irak. Esa invasión creó el terreno fértil para el surgimiento de nuevas organizaciones fundamentalistas, más violentas que Al Qaeda, y que a la postre, alimentadas por las aventuras intervencionistas en Libia y Siria, confluyeron en el surgimiento del EI.
Ese grupo se ha caracterizado no sólo por ocupar militarmente territorios de variante extensión en Irak, Siria e incluso Egipto, sino también por reclutar a muchos de sus integrantes entre jóvenes europeos de ascendencia islámica. Así, buena parte de los atentados realizados en la década en curso (París, 7 de enero y 13 de noviembre de 2015, Bruselas; 22 de marzo de 2016; Niza, 14 de julio de 2016) han sido perpetrados por muchachos nacidos y criados en comunidades marginadas de Gran Bretaña, Francia, Bélgica y la propia España, lo que obliga a mirar hacia una nueva raíz de esta guerra difusa: además del rencor histórico de sociedades levantinas por los sempiternos abusos e intervenciones de Estados Unidos y Europa occidental en la región, tales acciones criminales (o, al menos, el atractivo de la radicalización entre jóvenes europeos) pueden leerse como un síntoma de conflictos sociales modulados por la desigualdad y el racismo que imperan, a pesar de todo, en el viejo continente.
Por otra parte, resulta significativo que la llamada guerra contra el terrorismo
ha causado, en los escenarios de Irak, Afganistán, Pakistán, Libia, Siria, Turquía y otras naciones preponderantemente musulmanas, muchas más muertes de inocentes que las causadas en atentados en ciudades europeas, ya sea por supuestos errores de cálculo de las fuerzas militares occidentales en los teatros de guerra o bien por ataques con explosivos como los que regularmente tienen lugar en Afganistán, Pakistán e Irak. Sin embargo, los medios occidentales han logrado cultivar la indignación masiva y la consternación ante los segundos y una marcada indiferencia hacia los primeros. De hecho, en los pasados 30 días centenares de personas han muerto en Medio Oriente a consecuencia de acciones terroristas tan mortíferas como la de ayer en Barcelona, o más, sin que ello genere estados de opinión pública semejantes a los que se producen a raíz de acciones criminales como la perpetrada ayer en Barcelona.
En suma, conforme las potencias occidentales incrementan su participación y su protagonismo en los conflictos en naciones islámicas, más compenetran en ellos a sectores de su propia población y más fluidos se vuelven los vasos comunicantes entre los países involucrados. Y por ello sería deseable que Estados Unidos y sus amigos europeos repensaran su accionar en el gravísimo conflicto en el que se han involucrado. De otra manera, la escalada no se detendrá y más personas seguirán muriendo.