ermanente motivo de discusión, análisis y evaluaciones, los planes y programas oficiales diseñados para acabar con la pobreza y la desigualdad en el país siguen una especie de ruta crítica que parecen imposibilitados para superar: nacen con ambiciosos propósitos, son presentados como la gran panacea, empiezan a ser aplicados en medio de comprensibles expectativas, y acaban revelándose como insuficientes para cumplir con su cometido. En unos casos más, en otros menos, las carencias sobre la realidad se imponen a las buenas intenciones, y con suerte las metas apenas se alcanzan parcialmente.
El reciente estudio dado a conocer por el Centro de Estudios de las Finanzas Públicas (CEFP) de la Cámara de Diputados, titulado El rezago presupuestal en las prioridades de la política de gasto, se ocupa de examinar, una vez más, las tendencias observables en las políticas que sobre el particular sigue la actual administración de gobierno. Y, de nueva cuenta, el documento llama la atención sobre la persistencia de la inequidad en el país, lo que implica que esas políticas –traducidas en distintos planes y programas de asistencia y apoyo– no han podido superar los escollos que hicieron fracasar parecidos instrumentos aplicados con anterioridad.
Vincula el CEFP en su trabajo, la situación social desigual que prevalece a lo largo y ancho de la República con las modestas tasas de crecimiento anual del Producto Interno Bruto (PIB) registradas en los últimos años en México. Lo hace apuntando que con un porcentaje tan elevado de población en situación de pobreza (46.2 por ciento) resultaría ilusorio esperar un PIB mayor, aun cuando se detecten datos positivos en algunos sectores productivos.
En primera instancia no se trataría de que los recursos asignados para el combate a la pobreza sean muy escasos: de hecho, más de la mitad del gasto programable de la Federación se destina a esos fines, al menos desde hace siete u ocho años. Sin embargo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos ha señalado que dicho gasto no alcanza para erradicar el flagelo de la pobreza y propiciar una sociedad más justa e incluyente. En medio de estos dos datos se sitúa un tercero que arroja alguna luz sobre la contradicción: sucede que precisamente en las áreas donde se encuentran los grupos más vulnerables de la sociedad (salud, educación, desarrollo rural) los presupuestos asignados no se ejercen en su totalidad, a diferencia de otros sectores donde se gasta más de lo previsto. En otras palabras, las frecuentes declaraciones oficiales en el sentido de priorizar la atención a los estratos sociales menos favorecidos no tienen correspondencia en el ejercicio práctico del gasto.
Destaca el documento del CEFP que resulta contradictorio
que en circunstancias en que el Congreso de la Unión no sólo apruebe recursos para prioridades de gasto social, sino que en ocasiones amplíe la propuestas del Ejecutivo sobre el particular, concediendo más fondos, éstos no sean aplicados. ¿Desidia? ¿Falta de sensibilidad? ¿Impericia operativa? Sean cuales sean las causas del subejercicio, el mismo debe ser prontamente erradicado como práctica.
Una correcta aplicación del gasto, empero, no es todo: enfatiza acertadamente el estudio comentado que si los planes y programas de desarrollo social no van acompañados de políticas de crecimiento inclusivo y sostenible, creadoras de empleo, protección y desarrollo, dificilmente se podrá alcanzar la tantas veces anunciada meta de terminar con la pobreza y las desigualdades que engendra.