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Luis Buñuel: a 34 años de su muerte
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l próximo sábado 29 de julio se cumplen 34 años de la muerte de Luis Buñuel. Recuerdo que cada vez que lo visitaba en su casa en la colonia Del Valle me repetía: “Te quiero como amiga, pero no como interviuadora”, y me hacía sentir Judas Iscariote por retener cada una de sus palabras. Para mí, ir a verlo –con o sin entrevista– era una fiesta. La mañana era siempre blanca en la privada de Félix Cuevas número 27 y desde antes de entrar regresaba a no sé qué estado anterior al día de la Primera Comunión. Veía a Buñuel y volvía a ser niña; se me alisaban las arrugas. ¿Será porque él era un niño? Hablaba de cosas sencillas: del frío, de la neblina, de prender la chimenea, de amigos comunes, de Octavio Paz –a quien quería mucho–, de Carlos Fuentes –a quien quería más–, de Tristana, su perra, y, sobre todo, bromeaba, aguardaba mi reacción y volvía a bromear.

Cuando entraba a la pequeña salita frente al retrato que le hizo Moreno Villa, Buñuel, de pie, enfundado en su saco de lana a cuadros blancos y negros, inquiría con una ancha sonrisa que dejaba ver sus fuertes dientes: ¿Quién viene, la amiga o la periodista? Yo respondía: Judas, Luis, es Judas rencarnado el que ahora te va a besar en la mejilla, y lo besaba, y desde ese momento quedaba traicionado para siempre. Luego aparecía Jeanne, su mujer, alta y hermosa, bien plantada y fuerte (los dos daban la impresión de ser árboles), y Tristana, la perra, a quien en el sofá, en medio de ambos, no se le iba nada.

–Aquí en México tengo a antiguos amigos de España que traté en la guerra; a algunos los veo, ya están viejos, sordos –sonríe y señala su aparato en la oreja y luego se señala a sí mismo.

Tengo a José Ignacio Mantecón, a Wenceslao Roces; tú lo conoces, el senador. Mis amigos son unos cuántos y nada más. Los veo una vez por mes, comimos el otro día, pero soy un hombre muy solitario.

–¿Por qué te gusta tanto la soledad?

–Porque la puedo romper cuando quiera.

–Pero, ¿nunca te pesa?

–Por eso, la rompo cuando me pesa. Estoy tres o cuatro días solo, con Jeanne, y al cuarto o quinto día de vernos hasta en la sopa y hablar de todo, vienen unos amigos a tomar unos whiskys. (Me mira burlón, arremeda mi voz y me pregunta riendo: ¿Quiénes?)

–Ya sé que Luis y Janet Alcoriza vienen muy seguido a verte –respondo ufana.

–Mira, Elena, tú tienes memoria, de lo que te digo tú resume aquello que te interese y lo pones como si otro lo dijese –engola la voz y añade: Un amigo de Buñuel nos cuenta que la soledad la rompe cuando él quiere.

–¿Quiénes vienen a verte?

–José de la Colina se presenta cada tres o cuatro meses. De pronto el otro día vino a verme Juan Ibáñez, que acaba de hacer Divinas palabras, y se quedó un par de horas. A los dos o tres días me telefonea otro amigo; así, a cada rato. Y algún extranjero cae de vez en cuando. (Buñuel de nuevo se adelanta burlonamente a mi pregunta: ¿De qué país?) Pues de Francia, de Estados Unidos…

–¡Ay, Luis, qué malo eres! ¿Cómo voy a hacer mi entrevista? ¿Es cierto, Luis, que la generación del 98 quedó marcada por el sexo y la sotana? Me lo dijo Luis Cardoza y Aragón.

–¡No tenían nada que ver con la sotana! Eran más bien de tipo liberal, librepensadores, desde Baroja. No veo que Ortega y Gasset haya sido marcado por la sotana, no veo que Pedro de Ayala lo haya sido; pero hombre, no sé…

–Oye, Luis, pero, ¿tú crees que la religión te imprimió su carácter para toda la vida?

–A mí sí, porque durante toda mi infancia me educaron los jesuitas, y estar con ellos desde los siete hasta los 15 años te marca. Dejé de creer en lo que me decían a los 17 años y empecé a pensar por mi cuenta, pero me ha quedado siempre una huella; no es que yo sea un adepto, no soy religioso ni voy nunca a misa, ni creo en nada, pero sí me ha marcado.

–Entonces ¿te importa mucho la religión?

–Sí.

–Oye, Luis, ¿y el sexo?

–¿El qué?

–El sexo.

–¿El seso?

–El se-xo. ¿No te marcó?

–El seso… Mira, eso cuando vaya a confesarme, entonces se lo contaré al confesor, a ti no –sonríe. Ahora, si él me lo permite, te lo contaré a ti después, porque no quiero ofender tus púdicos oídos.

–Entonces, Luis, ¿tú crees que esa afirmación de que toda una generación española quedó marcada por la sotana y el sexo es falsa?

–Al menos en la del 98 no veo esa marca, no me parece. Yo nací en 1900 y pertenezco a la generación del 27. Todos mis contemporáneos, poetas que ahora ya están viejos o se han muerto, como García Lorca, como Aleixandre, Guillén y Dámaso Alonso y Alberti, todos son liberales, totalmente demócratas, algún revolucionario, un anarcoide, otro comunista, pero son tipos liberales, de izquierda.

–Luis, ¿te escandalizas con facilidad?

–No.

–Pero, ¿te gusta escandalizar?

–No.

–¿Por qué?

–No sé.

–Oye, y El último tango en París, de Bertolucci, ¿te gustó?

–Me marché… Es repugnante.

–¿Por qué?

–La vi porque íbamos a contratar a María Schneider. Ella trabajó dos días conmigo y ¡fuera! Por eso fui a ver la película, para verla a ella. Yo no voy nunca al cine, y sólo conozco a los actores cuando hago una película y digo: Para este papel necesito una chica de 22 años, rubia. La necesito así y asado … Bueno, ¿ya está tu entrevista?

–No, Luis, no está nada, ¿por qué te saliste de El último tango en París?

–Porque no me gusta el exhibicionismo pornográfico.

–¡Pero si tú has filmado unas escenas muy atrevidas! Catherine Deneuve, en Belle de jour flagela a un gordito.

–¡Ah, bueno, pero esa es una broma! No era pornografía para nada, era burla, una boutade, una puntada.

–Pero también en El discreto encanto de la burguesía, cuando están por llegar los invitados a cenar, los dueños de la casa están haciendo el amor en el jardín y reciben a sus invitados todos revolcados y no sé cuánto…

–Eso es una broma, Elena, una broma, ¿no lo entendiste? ¡A ellos no se les ve hacer el amor!

–Pero si él está jadeante y ella desgreñada y toda por ningún lado.

–Sí, se ve que hicieron el amor, pero no el momento en que lo hacen. Para mí la pornografía es ver el acto fisiológico.

–Mira cómo eres de mañoso. ¿Y tú nunca has filmado el acto fisiológico –como lo llamas– en tus películas?

–¡Nunca!

–¿De veras?

Hace un gesto negativo con la cabeza.

–¡Nunca! Yo no he hecho nunca una película erótica. En mis películas hay momentos muy fuertes, pero los puede ver un niño de ocho años.

–¿Un niño de ocho años podría ver cómo se revienta un ojo con una navaja de rasurar? ¿Un niño de ocho años puede ver a Tristana coja, abrirse la bata en el balcón y exhibirse ante los libidinosos que van pasando? ¿Un niño de ocho años puede ver Ese oscuro objeto del deseo?

–Sí, sí puede.

–Yo creo que tú, Luis, eres romántico e idealista, y como avestruz haces que una avestruz entre por una ventana de la recámara y salga volando por la otra, que un oso irrumpa en una cena de gala, que un obispo se convierta en jardinero y Silvia Pinal en San Simón. En El fantasma de la libertad los comensales se sientan en torno a la mesa y del modo más natural posible se bajan los pantalones o se suben la falda y se sientan en excusados en vez de sillas. Encima de la mesa hay revistas y periódicos, y mientras las leen, platican. La sirvienta pasa con el papel de baño en una charola. Uno de los invitados pregunta dónde está el comedor y la muchacha le contesta que al fondo a la derecha. Ahí en un cuarto de pequeñas dimensiones se sienta y come muy solito. De repente tocan a la puerta y él, avergonzado, responde, la boca llena: Está ocupado.

Foto
Luis Buñuel en el festejo de su cumpleaños 75Foto archivo

–Si eso te parece pornográfico, entonces, como lo imaginaba, no tienes idea de lo que es la pornografía.

–Así como estas escenas se te han ocurrido muchísimas más a lo largo de tu vida cinematográfica, desde las primeras: La edad de oro, El perro andaluz y Las Hurdes hasta Bella de día, Tristana y Ese oscuro objeto del deseo.

–¿Ya terminaste? Es que me aburro hablando de mí mismo, Elena, siento que me repito, digo lo que ya he dicho, lo que ya conozco, la repetición me fastidia. Claro, uno puede variar, cambiar de idea, yo he evolucionado, pero siempre dentro del mismo plano y soy bastante consecuente. Si nos viésemos tú yo todos los días amistosamente, hoy y mañana, mañana y tarde, comiésemos y saliésemos juntos, verías cómo termino por decir siempre lo mismo y para el público eso es aburrido. A un amigo no me importa repetirle las cosas porque para eso es amigo, pero que el público sepa qué opino sobre tal o cual asunto, simplemente no me gusta.

–Pero, ¿por qué?

–Porque hay un exceso de información y yo odio la información. Si yo fuera dictador dejaría un periódico importante, por ejemplo Le Monde en París y dos revistas cualesquiera que yo mismo censuraría y lo demás ¡prohibido todo! ¡Eso sería estupendo! Es una broma, Elena, en la cual hay un poco de verdad: mi odio al exceso de información es real. A la televisión ni la odio ni la amo, nunca la veo, jamás, y la radio no puedo oírla. Oye, espérame que yo voy a cambiarle la pila a esta cosa.

De vez en vez Luis Buñuel se levanta, se quita su aparato contra la sordera, lo retiene entre sus manos, le acomoda no sé qué y vuelve a ponérselo. Entonces le habla a Jeanne, quien siempre anda cerca y le dice: Jeanne, hazle la conversación a Elena, sé amable con ella.

Jeanne hace una mueca; los dos, tanto Luis como Jeanne son muy dados a sacar la lengua, entornar los ojos como moribundo, y en eso hay algo juvenil; bromean uno con otro, son cómplices. Desde su rincón, Luis pregunta: ¿Le estás dando conversación a Elena mientras cambio la pila?

Bajo su pelo blanco los ojos de Jeanne son extraordinariamente traviesos. Me explica: Siempre está cambiando sus aparatos, los descompone. Oye, Elena, ¿no quieres un Martini?

Luis regresa, Jeanne se va y Tristana, la perra, la sigue a la cocina.

–Hablábamos, Luis, del exceso de información y de tu odio.

–Sí, creo que el exceso de información mantiene la angustia de nuestra época que ya es enorme. O sea que yo duermo, Elena, me levanto tranquilo y de pronto veo el encabezado: Avión secuestrado, tal, tal y tal, y luego que Israel ataca una aldea y mueren muchas personas y así se van acumulando las emociones brutales, extrañas, desagradables, que contribuyen sin necesitad al estado de nervios que uno ya tiene.

Hay tantos sabios abominables

–Y de esta angustia, ¿es culpable el exceso de información?

–¡Claro!

–¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Pero, ¿tú crees, Luis, que vivimos en una época más brutal que en la cavernaria?

–Tal vez siempre ha sido brutal la sociedad, pero como ahora somos demasiados y estamos tan enterados, resulta peor. Hay tantos sabios abominables que inventan cosas para matar a un millón de personas de tajo, ¿verdad?, y todo eso me angustia. Hay temporadas en que leer los periódicos es para mí un disgusto horrible.

–Entonces, Luis, ¿te gustan los terroristas?

–No, nada.

–¿Ni los secuestradores?

–Depende. Hay ciertas motivaciones políticas que me parecen, si no legítimas, por lo menos entendibles. Porque en el terrorismo hay siete u ocho tendencias: la del loco que se sube en un avión y lo secuestra, la del deportista que es la más peligrosa porque mata y cree que es un deporte. Si yo fuera joven, en principio me atraería, caramba, en vez de ganar el campeonato de esquíes y tal, asaltar un tren, pues eso es peligroso, el peligro me gusta, me gusta verlo de cerca.

–¿Y las motivaciones políticas?

–Sí, ¿te acuerdas, por ejemplo, de aquel atentado que hubo en Jerusalén hace cuatro años? Unos japoneses que van a Tel Aviv y ametrallan y matan a 18 puertorriqueños. ¡Eso es de locura, es de locura!

–Y las películas de Costa Gavras, ¿las has visto? ¿Z, Estado de sitio?

Pone cara de sordo y grita.

–¿Las películas del griego Costa Gavras? No, no voy nunca al cine, no las he visto, bueno, muy de vez en cuando; el otro día vi la película de Juan Ibáñez: Divinas palabras

Buñuel sonríe y luego me arremeda y pregunta con voz de hámster: ¿Y te gustó? Sí, me parece una creación.

–Luis, a mí me contó Emilio García Riera que fuiste a un festival de Cannes y te asombraste mucho de que te sentaran entre los grandes, como si tú no fueras nadie y comentaste: ¡Fíjate, y me han sentado junto a Rosellini!

–No es cierto, no es cierto, pero siempre, como en todo, hay un poco de verdad. En el año de 1960, en el festival de Cannes se presentó una película por la que me habían dado una mención, y Les Cahiers du Cinema organizó una comida con sus editores y una mesa la presidió Rossellini y otra yo. A Rosselini lo conocí en México, pero nunca lo quise ni me gustó nunca su cine, salvo una película o dos. Aquí en México querían darle a él La Cabeza de Palenque, premio del festival de Acapulco, ¿recuerdas?, en el año 60, y no lo saludé porque nunca me ha gustado Rosellini.

–Pero Bergman, ¿sí?

–¿Bergman? –de nuevo pone cara de sordo.

–Sí, Luis, el sueco, Ingmar Bergman.

–Nada, nada.

–¿Te gustó Gritos y susurros?

–No, me aburre. Bergman me aburre. Me gusta Fellini, todo, me gusta mucho Fellini.

–¿Y Visconti?

–También, desde el punto de vista formal; me fascinan sus muebles, sus techos, sus grandes mesas, los trajes, las joyas de sus mujeres y tal y tal y tal…

En México y en el mundo entero, todos querían trabajar con Luis Buñuel. También yo hubiera querido vivir a su lado. Había en él algo que me conmovía, absolutamente ajeno a su propia grandeza. No la conocía, ni cuenta se daba. No sé si leía o no los periódicos y menos las entrevistas que a puros parches fui cosiendo de visita en visita. Lo que más le entretenía, como él mismo decía, eran los faits divers: Espantosa muerte de mujer descuartizada, algo así como la nota roja. No sé si se haya enojado conmigo alguna vez, lo creo incapaz, porque tenía una infinita bondad. Después de su muerte, alguna vez visité a Jeanne y le dimos una vuelta a la cuadra con Tristana porque me convidó: Voy a sacar al perro, ¿vienes conmigo?