l triángulo constituido por pobreza, clientelismo y elecciones se ha convertido en uno de los problemas serios de la democracia mexicana.
La desigualdad y la pobreza han formado parte del paisaje nacional y resulta lamentable que lleguen a ser vistas como naturales y no como un hecho ominoso que atenta contra la cohesión social. Los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social no dejan lugar a dudas: 53 por ciento de la población padece pobreza patrimonial, lo que implica que 64 millones de mexicanos no tengan condiciones materiales de vida dignas.
Los programas sociales se han multiplicado como paliativos contra la pobreza. Son el Mejoral del que echan mano gobiernos de todos signos y colores. Hay programas sociales necesarios, buenos, otros redundantes, mal planeados y peor ejecutados, dispersos y confusos, e incluso los hay con efectos regresivos que benefician a los ya favorecidos. No es una exageración decir que nunca había habido tantos programas contra la pobreza ni tantos millones de pobres en el país.
La historia económica y social de México nos demostró con contundencia, en las décadas de la alfabetización, industrialización y urbanización del siglo pasado, cuando prácticamente se duplicó la esperanza de vida de los mexicanos, que sólo el crecimiento económico y la generación de empleo formal con remuneraciones adecuadas para los trabajadores permiten la expansión de las clases medias y del bienestar. Eso muestra también la experiencia internacional: hay que crecer y distribuir la riqueza mediante política fiscal para que haya progreso social.
Llevamos 35 años de lento crecimiento, en los que ni se reduce el porcentaje de pobres ni se revierte la desigualdad. Y la mitad de este largo periodo de estancamiento se ha dado tras la alternancia de 2000. Tenemos una democracia que en sólo 17 años ha producido 11 millones de pobres adicionales. Y democracia que contemporiza con la pobreza erosiona su propia viabilidad y mina su legitimidad.
Lo dijo Rolando Cordera en su conferencia magistral en el Instituto Nacional Electoral (INE): Si la extensión y profundización de la desigualdad no se asume como uno de los temas centrales de las tareas nacionales en la agenda global, no sólo se pone en la picota a la justicia, sino a la democracia misma, que al soslayar la cuestión social pierde el sentido y se vacía de contenido
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En esas estamos: con desigualdad intocada, con pobreza masiva, con proliferación de programas sociales, sin política de crecimiento –es más, año con año se reduce la inversión pública, por lo que la política económica es contractiva–, con un Estado fiscal débil, y con la evidencia de que se gasta poco y mal en asegurar los derechos sociales básicos consagrados en la Constitución.
En época de elecciones surge la preocupación legítima de si esa pobreza tan extendida y persistente no puede dar lugar a abusos, intentos de compra y coacción del voto. Incluso también surge una preocupación menos legítima en el otro extremo, en ciertas élites pretendidamente progresistas, pero impregnadas de un profundo clasismo, que se preocupan por los pobres porque votan; que se alarman porque éstos puedan sufragar siendo manipulados, pero no se enfurecen ante la existencia cotidiana de la pobreza, que no entienden que mientras toda pobreza es indignante, no todo pobre es indigno.
También hay quien se cuestiona si con tanta pobreza es dable hablar de democracia. Mi respuesta es sí: un pobre no tiene que ser condenado a vivir en el autoritarismo, puede haber un sistema político formalmente democrático aun con pobres, pero a la vez hay que reconocer que no tendremos una democracia de calidad si no se reducen la pobreza y la desigualdad y si no coloca en el centro de su existencia el bienestar colectivo. O la democracia mexicana atiende de forma primordial la equidad social o estará en continuo proceso de erosión.
Por eso el uso o abuso de los programas sociales en época electoral o el intento de ofrecer dádivas a cambio del voto son temas críticos de la democracia mexicana.
El asunto ha llegado a la mesa del INE, que ha venido fijando reglas para evitar el uso electorero de la política social. Para 2017, el instituto votó el acuerdo para establecer mecanismos para contribuir a evitar acciones que generen presión sobre el electorado, así como el uso de programas sociales y la violación a los principios de equidad e imparcialidad durante los procesos electorales de Coahuila, estado de México, Nayarit y Veracruz
. Y antes del inicio de las recientes campañas electorales, el INE también señaló la prohibición para la entrega masiva de beneficios de programas sociales en actos públicos. Esos acuerdos se convirtieron en una herramienta legal, a disposición de partidos y ciudadanos, para presentar denuncias ante comportamientos de gobiernos que les resultaran tramposos en la temporada electoral.
En su sesión del 14 de julio, el INE resolvió sancionar una queja contra la coalición encabezada por el Partido Revolucionario Institucional en Coahuila, porque, al ofrecer programas sociales y apoyos concretos de bienes y servicios, distribuyó tarjetas (Mi Monedero Rosa, Mi Monedero y Mi Tarjeta de Inscripción), a cambio de las cuales se recabaron datos personales del elector o de los tutores del joven a quien se prometían apoyos. Y según expuso el partido en su respuesta, su intención era comenzar con el registro de posibles futuros beneficiarios durante la campaña
y que, de ser gobierno, se otorgaría un apoyo social en dinero, mismo que sería depositado en una tarjeta plástica
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La concatenación de promesas de apoyo, entrega de tarjetas llamadas nada más ni nada menos que monederos
a cambio de datos de los individuos que serán beneficiarios si sufragan por el candidato y éste resulta ganador, da una secuencia de condicionamiento de apoyos sociales a los necesitados a cambio de su voto, no de una promesa general legítima y válida. El INE aprobó sancionar esa conducta. Es un mensaje claro de cara a 2018.
*Economista, consejero del INE