l normalismo rural mexicano nació en Tacámbaro, Michoacán, entre sangre y esperanza. Allí, en 1922, se fundó la primera normal rural. Empezó como escuela mixta, cuya originaria generación de cinco maestras y 11 maestros ejercieron su profesión en años turbulentos. En la década de 1920 el gobierno revolucionario apenas se consolidaba y en estados como Michoacán se vivía la embestida cristera. Los maestros rurales, quienes se desplazaban a las comunidades para construir escuelas y concientizar a la población, fueron constantes víctimas de una violencia promovida por el clero y los hacendados.
Moisés Zamora, uno de los más jóvenes maestros egresados de la recién nacida normal rural, una vez dando clases en Yoricostio, fue una de las miles de víctimas de la guerra cristera. En 1927, a Zamora se le colgó de un árbol como amenaza para que abandonara su escuelita. Como no lo hizo fue ultimado a cuchilladas y balazos bajo la consigna ¡Viva Cristo Rey!
Cuando los alumnos de la Normal Rural de Tacámbaro se enteraron de la muerte de Zamora fueron por el cuerpo para velarlo en la propia escuela.
Esta primera normal rural luego fue trasladada a Erongarícuaro y poco después a Huetamo. En 1949 pasó a la ex hacienda de Coapa para formar la Escuela Normal Rural Vasco de Quiroga en Tiripetío. Está en un impresionante y bello edificio, pero acercándose y recorriendo sus pasillos, uno se da cuenta de la precariedad de la infraestructura, muestra simbólica de la fragilidad de la educación normal rural.
A Michoacán se le suele llamar la cuna del normalismo rural no sólo porque allí nació la primera normal rural, sino por el impulso que en la década de 1920 recibió la formación de maestros rurales. Como gobernador de Michoacán entre 1920 y 1922 Francisco Múgica destinó casi la mitad de presupuesto estatal a la educación y su obra educativa se expandió después siendo gobernador Lázaro Cárdenas de 1928 a 1932.
El sistema normalista rural que empezó en Michoacán sería una base importante para el proyecto que poco después se implementaría a escala nacional. En su libro Educación y revolución social en México, 1921-1940 (SepSetentas, 1974), David L. Raby muestra cómo allí se gestaron varios educadores progresistas, algunos radicalizados por la violencia cristera. La persecución cristera también seguiría a los maestros, quienes fueron atacados, desorejados o asesinados en varias partes del país. Es difícil precisar la cantidad de actos violentos en contra de los profesores durante estas primeras décadas. Raby documentó 223 incidentes entre 1931 y 1940, pero estima que el número es mucho mayor.
Estamos próximos a celebrar el centenario de la primera normal rural y se sigue derramando la sangre de sus alumnos. Ahora es a manos del estado. No habían transcurrido ni siquiera 15 días desde que estudiantes de Tiripetío fueron agredidos en Aguascalientes, donde se encontraban para apoyar la lucha de la hermana Normal Rural de Cañada Honda, cuando otra vez, este 21 de junio, fueron, atacados por la policía, ahora en Michoacán.
Del incidente en Aguascalientes, en el cual dos patrullas y dos motocicletas persiguieron a los autobuses en que viajaban los normalistas y que con lujo de violencia fueron detenidos 26, el actual gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles Conejo, expresó que, con tal garrotiza, esperaba que los jóvenes hubieran aprendido su lección.
Al parecer no lo hicieron. El 21 de junio, los estudiantes de Tiripetío bloquearon las vías del tren y retuvieron tres unidades de transporte (éstas luego fueron incendiadas; los normalistas niegan haberles prendido fuego). Protestaban en demanda de sus becas y recursos para su plantel. La policía respondió con balazos, incurriendo en las instalaciones de la escuela. Las balas alcanzaron a un alumno hiriéndolo en la cara y también a un menor, de la comunidad donde se encuentra la normal. La policía dejó ocho heridos y entre sus propias fuerzas reportaron seis agentes lesionados.
Este incidente representa una dinámica ya bien conocida: el gobierno mantiene en estado de abandono a las normales rurales, se desentiende de la entrega de los pocos recursos que les corresponden y reprime a los alumnos cuando éstos reclaman sus derechos. Los jóvenes se defienden con piedras y palos contra policías equipados con cascos, escudos, chalecos antibalas, garrotes, gases lacrimógenos y armas de fuego. Para la educación pública nunca alcanza, pero para el equipo bélico hay de sobra.
La correlación de fuerzas es innegable. Y sin embargo, la versión que trasciende de forma dominante es la de normalistas revoltosos que en vez de estudiar se dedican al desmadre. Se les criminaliza constantemente para justificar su maltrato; se crea así el marco ideológico para destruir no sólo a las normales rurales, sino a la educación pública que los normalistas se han empeñado también en defender.
La tendencia oficial que insisten en reducir inscripciones, plazas para sus egresados y recursos para las instalaciones, pinta un panorama desolador. Ante él la juventud normalista rural derrama sangre defendiendo un proyecto que ha sembrado tanta esperanza.
*Profesora-investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Autora del libro Después de Zapata: El movimiento jaramillista y los orígenes de la guerrilla en México (1940-1962) (Akal, 2015).