l atentado perpetrado en las primeras horas de ayer en Londres, al parecer inspirado por la islamofobia, en el que una persona murió y 10 resultaron heridas por el conductor de un vehículo que atropelló en forma intencional a un grupo de peatones en las inmediaciones de una mezquita, así como el intento de ataque por la tarde en la ciudad de París, en plenos Campos Elíseos, obligan a recordar que los promotores de una guerra pueden saber en qué momento iniciarla, pero no cuándo ni cómo va a terminar.
La referencia viene al caso porque fueron los gobiernos occidentales, con sus aventuras bélicas y neocolonialistas en Medio Oriente y Asia central, los que incubaron una proliferación de organizaciones violentas de inspiración pretendidamente islámica.
Está suficientemente documentado que la injerencia estadunidense en Afganistán en los años 80 alentó la formación de Al Qaeda, grupo radical que al cabo de los años se volvió contra Washington y acabó perpetrando los mortíferos atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. Con el pretexto de vengar esos ataques, la administración de George W. Bush invadió Afganistán y posteriormente, al frente de una coalición que incluía a Gran Bretaña y España, arrasó Irak y acabó con el régimen de Saddam Hussein. El derrumbe del Estado iraquí y el caos creado por la invasión occidental generaron un campo propicio para la expansión en Irak de la propia Al Qaeda y para la generalización de atentados terroristas en varios continentes: dos fueron cometidos en los sistemas de transporte público de las capitales inglesa y española.
Años más tarde, en un nuevo ciclo de ambición imperial e irracionalidad, Washington, de la mano de sus aliados europeos, desestabilizó al gobierno de Muammar Kadafi, en Libia, y al régimen sirio que encabeza Bashar al Assad. Tales intromisiones facilitaron el crecimiento de una organización aún más radical y violenta que Al Qaeda: el Estado Islámico (EI).
Los ataques contra las posiciones de ese grupo y de otros semejantes en Irak, Siria y otros países, condujeron a una nueva táctica del terrorismo de inspiración musulmana: atraer a jóvenes estadunidenses y europeos, hijos o nietos de migrantes árabes e islámicos, y darles entrenamiento y condicionamiento ideológico para perpetrar más atentados en sus países de nacimiento.
Hoy, Europa –y, en menor medida, Estados Unidos– vive la zozobra de ataques atomizados y dispersos contra civiles, efectuados con armas tan insólitas como camiones de carga, y protagonizados por ciudadanos europeos.
En los atropellamientos de ayer en Londres puede apreciarse la aparición de un nuevo factor de violencia: la reacción de un terrorismo islamofóbico que empantana por partida adicional a los gobiernos europeos en el desastre que ellos mismos contribuyeron a crear.
Si alguna conclusión puede extraerse de esta espiral desoladora es que los medios bélicos, sobre todo si son empleados con propósitos neocolonialistas y de saqueo, como es el caso de los occidentales en Medio Oriente, no pueden conducir a la paz ni a la seguridad; por el contrario, prolongan y complican la guerra y hunden a las sociedades europeas en una suerte de guerras de baja intensidad libradas en sus propios territorios. No es de extrañar: al final de cuentas, sus respectivos gobiernos las generaron.