De recuperar el poder colectivo
ivide y vencerás, dijo el Poder cuando nació entre los hombres para arrebatar el poder colectivo a sus legítimos propietarios.
Aun si durante la mayor parte de la historia de la humanidad el poder colectivo fue una institución que se delegaba en los más capaces, para guiar a todos los sujetos y preservar la vida y prosperidad de la comunidad, hace unos siglos, por razones cuyo desarrollo no cabe en este espacio, en ciertas regiones del mundo empezó y se fue extendiendo un fenómeno de despojo forzado de lo colectivo para privatizarlo: desde los bienes hasta los cuerpos y las mentes de las personas mismas.
Cuando, en su expresión mayor, el Poder Absoluto fue abatido por la revolución francesa y ésta dio lugar al nacimiento del derecho humano a tomar y ejercer el poder individual en todas las áreas de decisiones públicas, esta democracia reinventada y universal (la primera, creada en el siglo V aC por los atenienses era exclusiva y restringida) se inventó el derecho individual a romper la colectividad. Lo que llevó casi directamente a la construcción del individuo consumidor, insaciable por sus cinco sentidos de artículos y estímulos que nunca antes había necesitado para vivir y ser razonablemente feliz, pero que se convirtieron en símbolo del individuo, femenino o masculino ideal, ganador, moderno, prestigioso, insertado en el desarrollo y el progreso..., eslabón indispensable en la retroalimentación de las industrias de bienes de consumo, en el círculo infernal que todos conocemos.
El Poder, no sólo nos ha despojado de nuestro poder colectivo y de la noción de lo que éste significa para eliminar en nosotros cualquier deseo de recuperarlo, sino que nos ha despertado la ambición del empoderamiento, algo que nadie sabría explicar sin develar al mismo tiempo su trasfondo discriminatorio, puesto que se origina en el Poder mismo.
Vivimos momentos donde cada día vemos caras indescriptibles de mujeres, niños, ancianos, al lado de casas derruidas por bombas extranjeras o quemadas por vándalos de etnias incomprensiblemente enemigas, caras de deudos devastados sobre trozos de cuerpos desmembrados por invisibles narcos y rostros de miedo en cada persona que cruzas por la calle. También caras de furia infinita al lado de carteles no con demandas, sino plagados de exigencias. Tantas exigencias como el Poder se merece para devolver el alma al cuerpo de sus ciudadanos. Devolver el alma al cuerpo colectivo, hoy perdido en el laberinto de la democracia representativa, para que pueda retomar el poder que siempre ha sido suyo, el que se construye sobre la igualdad de intereses de la mayoría, la solidaridad entre todos y la indivisibilidad de los aportes juntando las capacidades de cada quien con las necesidades de cada cual.
Se trata de recuperar la condición de seres humanos por encima de la de ciudadanos. Remontarnos en la memoria (o la historia) a las épocas en que sabíamos organizarnos y sostener posiciones conjuntas, porque el bien de todos era superior al de los individuos. Habíamos aprendido el principio elemental de que lo colectivo no es la suma de las personas, sino algo que las sobrepasa porque lleva en sí la historia pasada de la comunidad y tiende a asegurar su permanencia. ¿Por qué parece que lo hemos olvidado?
Entramos en momentos en los que la guerra mediática es tan difícil que nos asesinan o nos impiden cubrir fuentes informativas. Lo que está en juego no es lo mismo para todos. Pero, para la mayoría, es una cuestión de organización desde abajo para recuperar el poder colectivo de cultivar nuestros alimentos y compartirlos por vías alternas, de no desperdiciarlos de la manera que sea, sino ponerlos al alcance de los más desfavorecidos, sin que las trasnacionales y las Cámaras legislativas nos lo impidan. Esto y mucho más significa organizarnos y luchar, sin violencia, pero con firmeza, en recuperar y conservar nuestro poder conjunto para cogobernar con nuestro gobernantes.