l asesinato de Javier Valdez Cárdenas, corresponsal de este diario en Sinaloa, editor de Ríodoce y autor de varios libros sobre delincuencia organizada, ha generado manifestaciones de indignación, protesta y solidaridad en diversas ciudades del país, publicaciones y redes sociales, como ha venido ocurriendo en el caso de los informadores ultimados en años recientes.
La sociedad ha ido cobrando conciencia de que el acto de privar de la vida a un informador no sólo es un homicidio condenable como tal, sino también la brutal cancelación de la libertad de expresión de la víctima y un grave atentado al derecho a la información de la sociedad. Como ocurre con los ataques mortales contra activistas de los derechos humanos y ambientalistas, matar a un periodista es cometer un crimen en distintos ámbitos y contra mucha gente.
La mención de tales agravantes no implica pretensión alguna de poner a los muertos de un gremio por encima de las otras víctimas de la violencia descontrolada que azota al país. Ocurre, simplemente, que la mayor visibilidad y el amplio grupo de personas afectadas por tales asesinatos tiene un impacto de mayor calado en la conciencia de círculos más amplios que los estrictos entornos familiares, laborales y sociales de los caídos.
La indignación social es, a su vez, la principal esperanza para detener la mortandad causada por la criminalidad organizada y por la estrategia oficial de seguridad pública, la cual, más de 10 años después de haber sido adoptada, ha demostrado plenamente su inoperancia e impertinencia.
Sería desable que la declaración formulada ayer por el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, de que las autoridades federales formularán respuestas de Estado
para garantizar el libre ejercicio del oficio periodístico y salvaguardar la vida de los informadores resultara cierta; sin embargo, es difícil hacerse ilusiones de obtener resultados inmediatos, toda vez que buena parte de los asesinatos de periodistas perpetrados en lo que va del presente sexenio se han saldado con impunidad para los agresores y los mecanismos oficiales de protección a informadores han resultado insuficientes e inadecuados para preservar la integridad de quienes se encuentran en peligro de muerte por reseñar los gravísimos procesos de descomposición que tienen lugar en México.
Por eso, ante la cortedad de las reacciones oficiales, la indignación y la solidaridad cívicas y pacíficas, pero enérgicas, parecen ser la forma pertinente de conseguir un cambio en la contraproducente política de seguridad actual y lograr que las autoridades de los tres niveles cumplan con las obligaciones más básicas de cualquier gobierno: mantener la paz pública por medio de corporaciones civiles, perseguir y consignar a los presuntos criminales en el marco de las leyes vigentes y preservar la vida y la integridad de todos los habitantes, incluidos los periodistas.