Del misterio del mester y otros menesteres
l lector es el fantasma del libro.
¿Quién habla en el poema sino el poema mismo?
Uno tiene que saber respetar lo que el trabajo trabaja en uno.
Le digo a uno de mis talleristas: –Lo que estamos haciendo es leer sentimientos, y no sabemos de quién, pero son; más que nosotros, son.
Antes eran buenas conciencias, ahora son políticamente correctos.
Lo digo desde mi mal gusto: –Si me epitafian, que por lo menos lo hagan con buen gusto.
A mi sentir, el Diablo no anda suelto: nos lo soltaron, nos lo echaron, nos lo cuchilearon.
Tanta felicidad no es inocente.
Una soledad que se presume, ¿a quién convence?
Es tan fácil hacerse la vida difícil –como difícil facilitarse la autenticidad de la propia.
Todo mal es el mal, por menor que sea –o se haga o quiera hacerse pasar–, y todo bien, sin más, entiendo, es todo el bien.
El horror, de eso se trata el horror, no tiene límites.
Hay los premios y hay la poesía. A veces coinciden, pero los primeros tienden a deslumbrar mientras que la segunda, que debiera ser lo primero, nada más a alumbrar.
Digo: –Les voy a decir algo –y se me olvida el decir que iba a decir.
Quien no tiembla ante Dios, qué va a temblar ante la poesía.
La poesía nunca es eso que pensamos, ni siempre eso que sentimos; es algo más (y nos rebasa, y colma, y –contenidamente– nos desborda).
Sentir la poesía no es sentirse poeta, sino sentir qué lejos se está del suelo de la poesía.
Alado es aquel que no necesita alas.
Deriva no es naufragio, acuérdate de eso, me dijeron.
Los mil ojos del pavorreal no ven más que los dos, torcidos, del camaleón.
¿Quién que no sea feliz puede felicidad dar? Por más infeliz que sea, si en alguna parte de sí el infeliz es feliz, puede.
Si alguien llega a saber de mí, y puede o quiere decírmelo, es el poema.
El cielo suele mostrarse vacío antes de llenarse de estrellas.