De basura
odos lo sabemos, pocos lo practicamos. Todos la producimos, pocos la reutilizamos. Todos somos responsables, pocos lo asumimos. Si en los más altos puestos de instituciones nacionales y organizaciones internacionales sobre el medio ambiente los gritos llegan hasta el cielo, y desde los sectores privado y público se invierten importantes recursos monetarios y humanos para informar o hacer y distribuir documentales sobre los horrores que hemos hecho y hacemos cada día a la naturaleza, por comisión y omisión, el hecho real es que el dinero para hacer más dinero en cualquier país sigue produciendo basura irreductible en los próximos 999 mil o un millón de años. Más o menos el tiempo que ha costado a lo humano aparecer y llegar a la actual civilización. Dicho de otro modo: la basura es como otra bomba nuclear, pero de retardamiento. Y somos todos los humanos quienes la construimos y le damos distintas velocidades para su estallido mortífero final.
Sin embargo, la basura no siempre acompañó al hombre. Todavía hace unos 40 años, en una comunidad zapoteca que me acogió para mi trabajo de campo, el concepto mismo de basura no existía, pues todo servía para algo: los envases de lata de comestibles novedosos que se distribuían a lo largo, ancho y alto de México se convertían en macetas hábilmente perforadas para ser colgadas en las fachadas de adobe que, de este modo, florecían inesperadamente. No sólo la defecación bovina y equina, sino la humana, alimentaba insectos, se reintegraban al suelo y lo fertilizaba. El papel sucio se iba en humo, los trozos de barro se reciclaban de distintas maneras y el vidrio de las botellas, ¡oh, maravilla!, fascinaba tanto por su transparencia y matices al sol que se hacían vitrales de ventanas, objetos de adorno o se usaban para desalentar a los indiscretos erizando el tope de las bardas. En aquel entonces los detergentes no mataban plantas ni animales útiles. Y los aparatos electrónicos con metales cancerígenos en su composición no eran juguetes de los niños cuyas viviendas miserables colindaban con los tiraderos..
Hoy todo mundo sabe que, si no se tiraran miles de toneladas de comida diariamente en el mundo, las hambrunas acabarían. Desaparecería el desgarrador espectáculo de niños, ancianos y mujeres hurgando en los botes de supermercados, cuyos guaruras los ahuyentan, azuzados por patrones temerosos de que la recuperación de comida depreciada (no digo despreciada) pudiera afectar a la empresa por dumping!
En la Ciudad de México hace unos años comenzó un programa de separación de basura en los hogares, comercios e industrias, para controlar el volumen de los basureros que rodean la urbe, fuente inacabable de epidemias en la población. Recuerdo que hubo una oposición importante de los llamados pepenadores, personas cuyo oficio consistía justamente en separar la basura reciclable (cartón, papel, vidrio…) de los desechos repugnantes donde pululaban perros, ratas y cucarachas. Se iban a poner en los tiraderos plantas de reciclado que emplearían a dichas personas en un trabajo digno. Sinnúmero de ciudadanos, convencidos por este proyecto, empezamos a separar la orgánica de la inorgánica, algunos pesarosos de que no hubiese instrucciones para el lugar del vidrio y el de los materiales con metales y químicos nocivos. Pero, ¿de qué han servido nuestros cuidados cuando vemos cómo los camiones recolectores confunden en sus panzas lo que separamos, para triturarlo y revolverlo antes de descargarlo en los basureros? La única diferencia con las prácticas anteriores es que los pepenadores ya no pueden, ni la supuesta industria de beneficio de basura, sacar ningún beneficio de los desechos separados.
En lo que las cosas se aclaran, nosotros seguiremos, como si viviéramos en París, Francia, o más cerca, en La Habana, Cuba, que tiene en sus calles exactamente el mismo sistema de recolección que en París, con camiones franceses y ciudadanos conscientes, seguiremos, decimos, separando rigurosamente los cuatro tipos de basura, cuidando no dejar objetos punzocortantes al descubierto, que pudieran herir a los trabajadores de este servicio noble y generoso. Seguiremos llevando a un destino confiable las pilas usadas y usando la menor cantidad de envases de plástico posible, reciclando los desechos orgánicos para tierra de macetas o jardineras de banqueta… Como si estos actos de verdad lograran un mundo más seguro para las nuevas generaciones. Como si la amenaza de guerras nucleares, los freaking en busca de petróleo que envenenan las aguas profundas de la Tierra, como si los medidores cancerígenos que desechó la ley en Canadá y compró la CFE para imponerlos en nuestras casas, no existieran más que en nuestras pesadillas.