ientras la mayoría de los participantes en la reunión del G-20 hacían malabarismos verbales para explicar su imprevisto cambio de rumbo (hace apenas dos días se mostraban dispuestos a criticar el proteccionismo estadunidense y horas después optaron por un medroso silencio sobre el particular), José Antonio Meade, titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, sacó a relucir un tema de especial interés para la economía nacional: el de las remesas. Convertidos en sustancial fuente de ingresos (en 2016 ascendieron a casi 27 mil millones de dólares, la cifra histórica más elevada de la que se tiene registro), los recursos monetarios obtenidos por trabajadores mexicanos en el extranjero –mayoritariamente en Estados Unidos y Canadá, aunque se generan en casi un centenar de naciones– son una de las tres principales fuentes de divisas que tiene México (las otras provienen de las exportaciones agropecuarias y automotrices).
Hablar del valor de las remesas en el contexto del encuentro que los ministros de finanzas del G-20 celebran en Baden-Baden parecería inopinado si no fuera porque Donald Trump, cuya administración proyecta una ominosa sombra sobre la reunión, ha insinuado su intención de frenar el flujo de esos recursos si el gobierno mexicano no accede a sus pretensiones de pagar el muro que dividirá a México de Estados Unidos. Es cierto que en días recientes no ha habido, en Washington, nuevos comentarios sobre el asunto y que tampoco se ha dicho cuáles serían los mecanismos para hacer efectiva la amenaza, pero no sería prudente olvidar que ésta fue manejada como posibilidad, y por lo mismo podría materializarse en algún momento.
Si tomamos en cuenta que 95.4 por ciento de las remesas que anualmente recibe nuestro país tienen su origen en territorio estadunidense, la preocupación por el libre flujo de las mismas está ampliamente justificada. No se trata de una inquietud repentina: ya en noviembre del año pasado, semanas antes de que Trump asumiera su cargo, la Comisión Nacional de Ahorro para el Retiro (Consar) había hecho pública su voluntad de diseñar y poner en marcha un sistema para proteger esos recursos procedentes de Estados Unidos, poniéndolos a salvo de las autoridades hacendarias del vecino país.
Según el organismo, el sistema consistiría en evitar que los recursos circulen por las vías tradicionales de entrega (transferencia electrónica, correo, money orders), abriendo para ello canales alternativos. Ello las volvería prácticamente invisibles a los ojos de dichas autoridades, en el caso de que, por ejemplo, decidieran gravarlas con algún tipo de impuesto. Sin embargo, como las leyes estadunidenses condenan la discriminación impositiva, una medida de este tipo tendría que ser aplicada también contra las remesas que tienen como destino a China, la India y Filipinas, que en total ascienden a unos 166 millones de dólares. Y ello supondría una revisión obligada de las relaciones con esos países, que difícilmente avalarían siquiera los republicanos más aislacionistas y recalcitrantes.
Como sea, no está de más llevar la cuestión de las remesas al seno de los organismos internacionales que se ocupan de economía y finanzas, como una manera de dar a esa transferencia de recursos la importancia que tiene para los países receptores y generar conciencia a gran escala sobre la necesidad de asegurar su libre tráfico.