Domingo 19 de marzo de 2017, p. a16
En su obra más reciente, titulada Rey de Picas, la escritora neoyorquina Joyce Carol Oates, maestra del thriller y firme candidata al Premio Nobel de Literatura, despliega su oficio narrativo y crea una perturbadora novela negra
. Con autorización de Editorial Alfaguara, La Jornada ofrece a sus lectores, a manera de adelanto, un fragmento del primer capítulo
1. El hacha
En el aire había aparecido el hacha. Por alguna razón se alzaba y caía en un vaivén desenfrenado, en dirección a mi cabeza, mientras yo intentaba alzarme de mi posición en cuclillas y perdía el equilibrio, por la desesperación de querer escapar, al tiempo que me fallaban las piernas y se oía una voz ronca que suplicaba ¡No! ¡Por favor, no!
(¿era la mía, irreconocible?), por cuanto, a pocos centímetros de mi cabeza, la cuchilla se estrellaba y se hundía en el escritorio, del que saltaban astillas; para entonces ya había caído yo pesadamente al suelo, un suelo duro y rígido debajo de la deshilachada alfombra oriental. Forcejeaba para enderezarme, detener el hacha, apoderarme de ella con manos que se agitaban en la ceguera de la desesperación, mientras una voz (¿mi voz?, ¿la de mi agresora?), muy aguda y casi sin resonancias humanas, suplicaba ¡No! Nooo
; un vislumbre pasajero de los rechonchos dedos de la mujer, de sus brazos con músculos como cuerdas y de una blancura cadavérica dentro de las vaporosas mangas del camisón, y la mezcla de grito y gruñido en una combinación de furor y esperanza de triunfo; y de nuevo el terrible alzarse del hacha, el resplandor mate de la tosca hoja, y la curva descendente de la Muerte, imparable una vez iniciada, irremediablemente hundida en un cráneo humano, tan fácil de partir como un melón, sin otra protección que una piel relativamente gruesa, hasta dejar al descubierto la pastosa materia gris del cerebro entre un torrente de sangre arterial. Y todavía la voz que se alzaba, incrédula No no no.
2. Rey de Picas
Los problemas empezaron de la manera más inocente cinco meses, dos semanas y seis días antes. No había ninguna razón para sospechar que Rey de Picas
tuviera nada que ver. Porque aquí en Harbourton no había nadie que dispusiera de información sobre Rey de Picas
; tampoco ahora. Ninguna de las personas cercanas a Andrew J. Rush: ni mis padres, ni mi mujer, ni mis hijos, ni nuestros vecinos, ni mis amigos más antiguos de los tiempos del instituto. Aquí, en esta comunidad residencial de una zona rural de Nueva Jersey donde nací hace cincuenta y tres años, y donde he vivido con Irina, mi querida esposa, durante más de diecisiete, se me conoce como Andrew J. Rush
, tal vez el más famoso de los residentes locales, autor de novelas superventas de suspense y misterio con un toque macabro. (No un toque excesivo, ni repugnante ni malintencionado, ni tampoco perturbador. Nunca obsceno, ni siquiera machista. En mis libros se trata con amabilidad a las mujeres, aparte de unas cuantas actuaciones obligatoriamente negras
. Los cadáveres, por lo general, son de varones adultos de raza blanca.) Con motivo de mi tercer gran éxito comercial de los años noventa se empezó a decir de mí en los medios de comunicación que Andrew J. Rush era el Stephen King de los caballeros. Me sentí halagado, por supuesto. Las ventas de mis novelas, aunque hayan llegado a sumar millones de ejemplares después de un cuarto de siglo de esfuerzos, se sitúan aún en las decenas y no en las centenas de millones, como sucede con las de Stephen King. Y aunque se han traducido nada menos que a treinta idiomas (toda una sorpresa para mí, que solo sé uno), estoy seguro de que las de Stephen King se han traducido todavía a más, y con mayores beneficios. Solo tres de mis novelas se han llevado al cine (películas muy pronto olvidadas), y solo de dos se han hecho series de televisión (aunque no para prestigiosos canales de pago), a diferencia de King, de cuyas obras se han realizado incontables adaptaciones. Por lo que toca al dinero, no existe comparación posible entre Andrew J. Rush y Stephen King. Pero cuando se han ganado ya, descontados los impuestos, más de treinta millones de dólares, sencillamente se deja de pensar en dinero, de la misma manera, quizás, en que un asesino en serie deja de pensar en cuántas personas ha matado después de unas cuantas docenas de víctimas. (¡Perdónenme! Creo que acabo de hacer una observación desafortunada que –estoy seguro– haría que mi querida Irina me diera una patada en la espinilla por debajo de la mesa para regañarme, como hace a veces cuando digo inconveniencias en público. No era mi intención mostrarme insensible sino solo ingenioso
, aunque con mi torpeza habitual.) Por mucho que me halagara la comparación con Stephen King, exigí a mi editor que le pidiera permiso antes de utilizar aquella frase en la sobrecubierta de mi siguiente novela; mi admiración por Stephen King (sí, y la envidia que también siento) no me hizo olvidar la posibilidad de que semejante afirmación pudiera resultarle ofensiva, además de considerarla un intento de aprovecharme de su popularidad. Pero a Stephen King no pareció importarle lo más mínimo. Según dicen se echó a reír: ¿Quién quiere ser, en cualquier caso, el Stephen King de los caballeros?
(¿Se trató de un comentario condescendiente de alguien que es una leyenda de la literatura, semejante a espantar a una molesta mosca, o solo de la réplica cordial de un colega? Como Andrew J. Rush es, por su parte, una persona de buen carácter, preferí la segunda posibilidad.) En señal de agradecimiento envié varios ejemplares firmados de mis novelas más conocidas a Stephen King en su domicilio de Bangor, Maine, en ediciones en rústica. A mano, en la portadilla de la última, añadí una broma:
No se trata de un acosador, Steve... ¡Solo de un colega! Con auténtica admiración... ANDREW J. RUSH Andy
Mill Brook House Harbourton, Nueva Jersey
Por supuesto no esperaba recibir respuesta de una persona tan ocupada, y de hecho así fue.
¡Existen paralelismos entre Stephen King y Andrew J. Rush! Aunque estoy seguro de que se trata de meras coincidencias. A semejanza de Stephen King, de quien se dice que se ha planteado la posibilidad de que su extraordinaria carrera haya sido un mero accidente, a veces he albergado dudas sobre mi talento de escritor, además de sentirme culpable, dado que a personas con más talento no les ha sonreído la suerte como a mí, y quizás no les falten razones para mirarme mal. Sobre el amor que siento por mi profesión, así como acerca de mi celo y diligencia en el trabajo, tengo pocas dudas, porque la verdad es que me encanta escribir y estoy a disgusto si no consigo trabajar al menos diez horas diarias. Pero en ocasiones, cuando me despierto sobresaltado por la noche, sin saber, durante unos instantes, dónde me encuentro, o quién duerme a mi lado, me resulta del todo asombroso ser un autor con veintiocho novelas de suspense y misterio en mi haber, y no digamos nada de mi condición de escritor con éxito comercial y generalmente admirado. Todos esos libros se han publicado con mi nombre oficial, conocido por todo el mundo, Andrew J. Rush. Existe otra curiosa similitud entre Stephen King y yo: de la misma manera que él experimentó hace años con Richard Bachman, un álter ego ficticio, también yo empecé a experimentar con otro álter ego a finales de los noventa del siglo pasado, cuando mi carrera como Andrew J. Rush parecía haberse estabilizado y no requería ya, como en sus comienzos, una parte tan desmedida de mis energías ni tanta ansiedad. Así nació Rey de Picas, posible consecuencia de mi desazón por el éxito de Andrew J. Rush. En un primer momento pensé que podría escribir una novela como Rey de Picas
, quizás dos, más vulgares, más viscerales, más francamente estremecedoras... pero luego me surgieron –a menudo de madrugada– ideas para una tercera, una cuarta y, a la larga, una quinta novela con ese pseudónimo. Me despierto y descubro que estoy rechinando los dientes o, más bien, que mis dientes rechinan por su cuenta... y poco después se me presenta la idea para una nueva novela de Rey de Picas
, de manera no muy diferente a como un mensaje o un icono nos llega a la pantalla del ordenador desde no se sabe dónde. Así como Andrew J. Rush tiene un agente literario en Manhattan, además de un editor y un corrector, junto con un representante en Hollywood con quien lleva mucho tiempo asociado, Rey de Picas
dispone en Manhattan de un (menos conocido) agente literario, de un editor y un corrector (también menos conocidos), y de un (casi desconocido) representante en Hollywood con quien lleva asociado menos tiempo; pero si bien a Andy Rush
lo conocen sus colegas literarios, y sus vecinos y amigos de Harbourton, Nueva Jersey, nadie ha visto nunca a Rey de Picas
, cuyas novelas negras de suspense se entregan al editor por correo electrónico y cuyos contratos se negocian del mismo modo impersonal (...)